Mario estaba acostumbrado a vivir solo, y le agradaba. Un día, sin buscarlo, Alejandro le ofreció unaexhibición de malabares en el corte de un semáforo cualquiera a cambio de unas monedas. No fue un chico más pidiendo, y tampoco un conductor cualquiera. Hoy hace más de un año que Mario es el “papá” de Ale y pudo cambiarle el destino a un chico en situación de calle, ya que recuperó peso, va a la escuela y es el mejor alumno y compañero.
Vivían dos realidades totalmente distintas, en dos generaciones diferentes. Mario tenía 43 años, unavida armada, una rutina cotidiana, y una heladera casi vacía por olvido, que lo esperaba todas las tardes o noches, luego de terminar su jornada laboral. En cambio, Alejandro tenía 10 años, idas y vueltas en el colegio, una familia numerosa, y también, una heladera casi vacía pero producto de las dificultadeseconómicas que atravesaban. Por esa razón salía a la calle a ganar unas monedas con dos pelotitas de tenis. Se encontraron por primera vez en un semáforo de Gonnet, provincia de Buenos Aires. Cada uno de ellos se había fijado en el otro por alguna razón inexplicable. La luz roja dio comienzo a esta historia.
“Generalmente llegaba tarde del trabajo a casa. Tipo 20. Como siempre abría la heladera y como sucede con un solitario por elección como yo, no había nada en ella ni en ningún lado de la casa. La pregunta de todos los días: ¿qué voy a comer? estoy a fin de mes y a esa altura el delivery era un lujo que no me podía dar. Volví a sacar el auto que había guardado en el garage cuando llegué, porque creía que me podía arreglar para cenar con algo que encontrara en casa. Para comprar barato, tenía que hacer varias cuadras hacia donde hay una verdulería y carnicería. Salí de casa pensando qué prepararme con lo que comprara. Un semáforo en rojo detiene mi marcha antes de cruzar el camino Centenario. Eneso se me aparece un chico menudito, flaquito, rubiecito, descalzo, muy despierto que tenía en sus manitos dos pelotas de tenis. Me miró y me preguntó: ‘¿querés que te haga malabares?’ Lo miré,me impactó a primera vista; recuerdo esa vocecita hasta el día de hoy. Le respondí: ‘dale’. Mientras lo miro hacer sus desprolijos malabares le pregunté las mismas tontas cosas que se preguntan casi siempre a un chico: ¿cómo te llamas? ¿cuántos años tenés? Desconfiado como todo chico de la calle contesta: ‘Alejandro y tengo 10 años. ¿Vos?’, retruca. ‘Mario’, le respondo. Quiero aclarar que es la primeravez que tengo este tipo de acercamiento con un chico en situación de calle, porque la verdad es que no me gusta darles dinero, porque creo que está el padre esperándolos en la esquina para sacarles lo que juntaron. Bueno, el semáforo estaba pronto a cortar. Le dí 2 pesos y me fui con la idea de no volverlo a ver. Compré unos tomates, lechuga y un bife de costeleta. Si fuera por mí, me la pasaría comiendo asado, bifes y ensaladas. Cené, miré una película en la tele y me fui a dormir preparándome para comenzar el nuevo día de trabajo”.
Alejandro había despertado algo en Mario. Poco a poco, cruzarlo y verlo se fue convirtiendo en una costumbre. “Pasó aproximadamente una semana, y volví a cruzar por Centenario, pero por otro lado, esta vez cerca de la estación de Gonnet. Otra vez el semáforo y ahí lo vi de nuevo pidiendo una monedita, pero ahora sin las pelotas. Le dije: ‘hola, Alejandro’. Se acercó a mi auto. Traté de darle un beso, pero al principio se alejó como asustado, poniendo distancia.Luego aceptó y me lo dio. Ese beso sellaría algo entre nosotros. Dejó de pedir por un rato y se quedó charlando conmigo hasta que el semáforo me dio paso. Nos despedimos y le dí unas monedas. A partir de ese momento, yo pasaba muy seguido por el mismo lugar para tratar de verlo y hablar con él. Algunas veces lo veía, otras no”.
El objetivo de Mario era lograr que Alejandro confiara en él. No le temiera. Le creyera sus sinceras intensiones. “Siempre hablábamos con buen trato, pero él conservaba la distancia. Costaba ganarme su confianza. Pasó el tiempo. Cada vez lo veía más seguido. Él sabía donde vivía yo, porque un día lo invité a mi casa a tomar una chocolatada. Recuerdo que eran las 4 de una tarde de un día de junio de 2008. Tomamos la chocolatada y a la noche se quedó a cenar. Fuimos a comprar una hamburguesa de esas que vienen en cajita y traen un juguete. Mientras estábamos comiendo, se levantó de la mesa, se me acercó, me abrazó y me dijo: ‘gracias por invitarme a tu casa’. Nos abrazamos y le dije que podía venir cuando quisiera. Tomó esa frase al pie de la letra. Cada vez venía más seguido. Ya me había ganado su confianza. Cada vez nos sentíamos más apegado uno del otro”.
Alejandro ya sabía mucho de Mario, pero él no conocía la historia del chico. “Nunca le pregunté nada. Sinceramente, esperaba que él solo me lo dijera. Y así fue”. No quería invadirlo. Tal vez, no lo hacía, porque no quería perderlo.
Su familia se compone de ocho hermanos. Varones y mujeres en partes iguales, y una de ellas, presa por un robo calificado. Alejandro es el más chico de la familia, que se desmoronó cuando el papá de los chicos abandonó a su esposa. “La mamá de Ale, al verse abandonada se sumergió en el alcohol y quedó sin ganas de nada. Para ese entonces ella vivía con Ale, otro hijo de 12 años y otra de 16, embarazada.
Comían una sola vez por día porque contaban como único sustento el subsidio que les da el Estado. Ale fue expulsado por mala conducta de tres escuelas. Siempre contestaba de mal modo al que le preguntara algo. Un día normal de él, era levantarse a las 10 de la mañana, salir a pedir, preferentemente descalzo para que ‘larguen más’, como él me explicó, y vivir en la calle hasta las diez o doce de la noche, conviviendo con toda clase de peligros. Aspiraba nafta y ya se había pasado al pegamento. Cuando entraba a algún kiosco, robaba golosinas o lo que tenía a mano sin que lo vieran. A esta altura de los acontecimientos él me llamaba ‘tío’”, describe Mario.
Los miedos empezaron a surgir en la familia de Ale, principalmente en las hermanas. “Él le decía a la mamá que tenía un amigo grande que lo invitaba a la casa. A ella la conocí cuando él me la presentó.
Estaba desganada, sin animo, de mal semblante. En pocas palabras: entregada a su destino. Por otro lado, sus hermanos no aceptaban que estuviera conviviendo con un extraño, porque creían que tenía alguna mala intensión con el nene. Era difícil de comprenderlo. Después de algunos meses, esa actitud cambió radicalmente. Ahora saben que mi intención era ganarle una batalla a la calle con este niño, sacarlo de ese submundo, y lo logré”.
Alejandro empezó a dedicarle menos tiempo a la calle y más a compartir momentos con Mario. “Para todo esto, yo tenía a mi madre con principio de Alzheimer. Mi padre había fallecido hacía algunos años y ella vivía sola en el sur de la provincia de Buenos Aires por lo que la traje a vivir conmigo. Está en la etapa en que necesita cuidados y asistencias permanentes. Mi mejor idea fue llamar a la mamá de Ale para que la cuidara ya que estaba sin trabajo. Una decisión muy acertada de mi parte, porque dejó la bebida y es una excelente persona, confiable y responsable. Además, tengo la casa re limpita. Al estar su mama acá, Ale empezó a venir todos los días. Estábamos muy unidos, hasta que un día me pidió quedarse a dormir. Se quedó, pero para siempre”.
No fue fácil la convivencia y esta ‘sobrepoblación’ de tres personas en una casa acostumbrada al silencio, no le resultó sencillo a Mario. “Soy una persona muy solitaria y tranquila. Aprendí y me acostumbré a vivir solo. Soy hijo único y desde mi niñez fui solitario. Si bien en mi casa siempre había amigos y compañeros de escuela, nunca estudié en grupo, porque no me gustaba. Como la gran mayoría de los seres humanos, en mi juventud, década del ‘70, tenía la idea de casarme y tener hijos pero tuve la desgracia (o no), de que a todos mis amigos y compañeros les fuera muy mal en su matrimonio, y hasta algunos en su segundo matrimonio y actualmente viven en soledad. Cuando nos reuníamos para algún evento, todos me decían: ‘vos sí que tenés suerte por vivir solo’. Al ver las vicisitudes que vivían ellos, no quise padecerlas también por eso decía que no me iba a casar ni a tener hijos. Esto no quiere decir que si a alguien le va mal en algo, a todos nos va a ir de la misma manera, pero como creo que estamos en un tiempo de crisis de las familias, me hubiese deprimido y me estresaría sobremanera si hubiese tenido que vivir separado de mis hijos si mi matrimonio no fuese el adecuado. Además soy un ‘bicho raro’ en el sentido de que soy muy calmo. Si bien tuve novias, ninguna fue acorde a mi estilo de vida. Definitivamente, no encontré a mi media naranja. Aparte no soy de salir mucho, sino que prefiero quedarme en casa disfrutando de una buena película. Encontrar alguien acorde a mí en este momento, es muy difícil.
Por todo esto, tanto la convivencia con Ale, como con mi mamá, fue difícil. El vivir solo implicaba no tener compromisos y con la llegada de Ale, me costó asumirlos. Llevarlo a la escuela temprano, asistir a reuniones escolares, ir a elegir ropa para él, educación, amiguitos... De vivir en la tranquilidad absoluta, pasé a una aglomeración de niños en mi casa. Igual, con el paso del tiempo me adapté”.
Igualmente, la adaptación no fue fácil para ninguno. Algo que se les dificultó fue el tema de los límites y el cumplimiento de las reglas. “Cuando se iba a jugar, le decía que volviera a las 19, y él regresaba a las 21. Se lo repetí varias veces hasta que una noche no lo dejé entrar. Desde la puerta le dije que él no había respetado nuestro pacto, que preparará sus cosas y se fuera. Se sorprendió y se largó a llorar. Por supuesto que me rompió el alma, pero era la única manera de que comenzara a respetar ciertas reglas elementales”. Lo hizo. “A partir de allí, nunca más desobedeció, ni tuve que repetir algo más de una vez. Él me explicó su comportamiento: ‘lo que pasa es que nadie me puso límites’”.
Ahora Ale tiene su propio cuarto en la casa de Mario con juguetes y con lo necesario para la escuela aunque “duerme más en mi pieza que en la suya, porque tiene miedo”. Los dos son una familia. Crearon un vínculo indestructible. “A esta altura él me llama ‘papá’ y yo, ‘hijo’. Cada día que pasa, la unión entre nosotros es más fuerte. Está toda la semana viviendo conmigo, compartiendo todo, hasta me imita en ciertas actitudes, y los fines de semana se va a lo de su mamá para pasar más tiempo con ella y con sus hermanos”.
En diciembre del año pasado se inscribió a un desafío: la escuela, pero la superó con creces. “Teníamos que anotarlo en alguna escuela y elegimos la más cercana a mi casa, ya que vivía conmigo. Cuando vamos a anotarlo, al decir su nombre y apellido, la directora empezó con excusas y trabas porque sabía lo sucedido en las otras escuelas. Me puse firme y finalmente lo aceptaron a él como alumno y a mí como su papá, por supuesto sabiendo la verdad. Un día le pregunté por qué se había portado tan mal en la escuela como para que llegaran a la determinación de expulsarlo. Me contestó: ‘porque en casa no me prestaban atención, no hablaban conmigo, no me ayudaban a hacer los deberes, no me miraban el cuaderno. Pero no se los digas, porque se van a sentir mal y no quiero lastimarlos’”. Ale pasó de grado. El próximo año empieza cuarto con todo ‘satisfactorio’ y ‘muy satisfactorio’.
“A un año y medio de habernos conocido, está gordito, es un excelente alumno y compañero, y es el primero en levantar la mano y contestar cuando la maestra pregunta algo. En todo el ciclo lectivo faltó sólo cinco días. Su maestra, su mamá, hermanos y vecinos no pueden creer el cambio que hizo, ni yo tampoco. Hacemos los deberes y estudiamos juntos. Somos muy compinches. Es muy gentil hacia otras personas, muy vivaz y pícaro. Tiene 11 años y medio y no tiene vergüenza cuando en medio de una cola del super me abraza, me da un gran beso y me dice: ‘te quiero pa’. Cosa que a esa edad hoy en día es muy difícil. Y lo repite continuamente. Creo que existe una fórmula infalible para encaminar a alguien en situación de abandono, drogas, delincuencia que no insumen ningún gasto pecuniario: mucho amor, comprensión y dialogo”. Mario lo logró y ellos son felices.*
Excelente hitoria y sobretodo muy bien redactada, con mucha pasión y sentimiento...hace reflexionar sobre esa realidad que se repite en cualquier esquina y calle no solo de Buenos Aires, sino aquí en Caracas o quizás en Lima, Colombia y de cualquier país "desarrollado", ojalá que cada una de esas situaciones tuviera un final tan prometedor como el que plasmas en tú crónica, felicitaciones y saludos desde Venezuela
ResponderEliminarMuchas gracias. Ojala se conocieran más historias como la de Alejandro y Mario, porque seguramente las hay. Saludos!!!
ResponderEliminar