miércoles, 27 de enero de 2010

60 años de amistad, 2 de casados

Por Nadia Galán

Conformaron una amistad indestructible entre las familias de cada uno. Hoy, con 72 años Mabel y 83 Raúl, viven su historia de amor que sellaron dos años atrás. “Yo siempre lo vi como un amigo, no como un hombre”, dice Mabel. Las cosas cambiaron.

Jovialidad, compañerismo, compromiso, libertad, familia y mucho amor. Son valores que hablan de ellos. Así, tomados de la mano, con las marcas del paso del tiempo, pero también las de una vida disfrutada.

Mabel y Raúl pasaron décadas unidos por la amistad, pero hace dos años él le planteó las cosas de manera diferente y sellaron su historia con un par de anillos. Sin buscarla, el destino les organizó una vida bajo el mismo techo. Hoy son inseparables como eran antes, ahora como pareja.

Se los ve ansiosos por contar su particular historia. Se pisan. Aclaran. Uno completa la explicación del otro. Son la parte viviente de su propia historia y quieren trasmitir lo que sienten. Lo que sintieron, y lo que están dispuestos a vivir juntos. “Somos muy nómades, muy callejeros”, así define Mabel a la pareja. Vida les sobra y energía derrochan.

Los orígenes se remontan a 1948. Mabel era una jovencita de 11 años que vivía junto a sus padres en un chalet del Barrio de Oficiales de Esquel. Allí habían destinado a su papá, que trabajaba en la oficina de Dirección General de Tierras, en donde se encargaba de otorgar e inspeccionar terrenos fiscales. “Estábamos un año, a lo sumo dos en cada territorio. Vivimos en todo el país”, destaca Lala, como la llaman los allegados.

Era muy compinche de su padre, lo acompañaba en cada recorrida por los barrios, porque para eso fue formada. “Una vez fuimos a visitar unos ranchos con piso de tierra. Él me dijo: ‘mirá hijita, ahora vamos a un lugar donde hay gente muy humilde, pero muy cariñosa. Te sirvan lo que te sirvan, vos tomalo como si fuese el mejor de los manjares. No tienen piso, pero vos hacé de cuenta que tienen alfombras. Te tenés que desenvolver igual que como te eduqué para la gobernación’. Mi papá me tenía que educar para ir a una cena o recibir al Gobernador en casa, como para ir a barrios humildes. Eso te prepara para la vida. Educar a los chicos mostrándoles lo bueno y lo malo de la vida, pero apreciando las cosas con la misma sonrisa. Esa es la esencia de la vida y lo que te lleva a ser feliz, con mucho o con poco. Lo tenés, lo disfrutas; si no lo tenés disfrutas igual, de otra manera”.

Raúl tenía 22 años y era parte de las fuerzas armadas. Al igual que a la familia de Mabel, le habían asignado Esquel como destino. Junto con su flamante esposa, Emilse, llegaron al Barrio de Oficiales y se instalaron en un chalet frente a la casa de Lala.

“Llegué a Esquel en el año ‘48 recién casado con ‘Beba’. Me asignan una casa frente a la de los padres de Mabel y nos hicimos muy amigos. Tanto que la mamá de ella es la madrina de mi hija”, cuenta Raúl. “Con 60 años de amistad -agrega Lala-, su familia se transformó en parte de la mía y al revés. No había acontecimiento malo o bueno en el que no nos juntáramos”.

Fueron vecinos solamente un año, porque a Raúl lo volvieron a trasladar. Ahora su destino era Cholila, Chubut. Pero no fueron los únicos en mudarse. En el ´51, Mabel y su familia partieron a Tierra del Fuego, remoto lugar al que habían enviado a su padre.

Mabel reconoce que: “Beba y mi mamá fueron dos mujeres increíbles porque siguieron a sus esposos a todos lados. Pasaban de las mejores casas a los peores de los ranchos. De tener un timbre debajo de la mesa en el chalet de Esquel, a no tener ningún tipo de comodidades. Todo para seguirlos a ellos”.

Las distancias no fueron impedimentos para continuar la amistad entre ambas familias. “Nosotros seguíamos viéndonos y nos visitábamos”, aclara Raúl.

Fue en el domicilio más austral que tuvo, donde Mabel conoció a su gran amor. Lala para ese entonces tenía 15 años y Roberto se había enamorado. Pero en poco tiempo su familia debió mudarse nuevamente, y ahora a Buenos Aires. “Cuando a mi papá lo destinan a Buenos Aires, Roberto se desesperó. Él me pretendía y entonces pidió el traslado a Capital”, recuerda Mabel, emocionada.

Roberto consiguió el pase a Buenos Aires para seguir los pasos de Mabel. Cuatro años más tarde, Lala y Tito se casaron. “Elegimos Monte Grande para vivir porque nos parecía lo más cercano a la idea de barrio”, cuenta. Allí tuvieron dos hijos: Roberto y Osvaldo.

Cuando murió Tito (después de 15 años de casados), que era un ser excepcional, Lala empezó a darse cuenta de lo que era la vida, porque hasta ese momento era una nena mimada y los demás se encargaban de todo. Primero sus padres y después, Roberto”, recuerda Raúl. “Hasta los 34 años, que quedé viuda, no sabía qué era ir a pagar un impuesto”, ilustra Mabel.

Al quedar viuda, ella se dedicó exclusivamente a cuidar y criar a sus hijos y a experimentar la vida: teatro, canto, actividades físicas variadas, bicicleta, viajaba, conocía, recorría. “Fui mochilera durante casi 60 años”.

Conocer y viajar era su nueva y eterna meta, por eso tenía una alcancía en donde iba colocando plata, “cuando se llenaba, la vaciaba, la depositaba y seguía juntando. Y después viajaba. He recorrido mucho”. Nunca pensó en rehacer su vida junto a otro hombre, porque para ella, su gran amor ya se había ido y desde entonces era tiempo de otras cuestiones.

Raúl continuaba su vida junto a Emilse, con la que tuvo dos hijos. En el 2000, Beba contrae una enfermedad. “Desde ese año mi esposa estuvo muy mal por cáncer. Yo vivía de enfermero. Cuando me compraba un auto, lo primero que había que probar era si entraba la silla de ruedas en el baúl, y dormíamos en camas separadas para no perjudicarla”, recuerda.

En 2007, Beba muere. “Mi señora siempre me decía: ‘si hay una chica que se merece algo lindo en el fin de sus días, es Mabel. Y si alguna vez yo muero, porque voy a morir antes que vos, me gustaría que te casaras con ella’. Yo no le hacía caso”.

Cuenta Raúl, que en ese momento vivía en Mendoza, que “a los siete meses de la muerte de mi esposa, decidí ir a Buenos Aires a pedirle matrimonio a Mabel. Es que yo no sirvo para estar solo”, se sincera.

Raúl tomó su auto con destino al corazón de Mabel. “En la República Argentina cuando hay algo importante que arreglar, se organiza un desayuno o un almuerzo de trabajo. Todo se resuelve así”, le dijo Raúl a Lala cuando la invitó a almorzar en Capital Federal. “Ella no me interpretó, no entendió mis intenciones”, aclara.

Lala recuerda ese confuso día: “Yo estaba en Capital porque me encontraba con mi hijo que volvía de Mar del Plata. Y ese mismo día me llama Raúl para que almorcemos porque acababa de llegar de Mendoza, entonces pedí que nos juntáramos los tres. Comimos y cuando me tenía que volver, Raúl me dijo que me iba a llevar a mi casa. Le dije que no, que no lo iba a hacer manejar hasta Monte Grande solamente para que me llevara”, detalla Lala.

Después de debatir si la alcanzaba hasta la casa o no, aceptó la cordialidad de su amigo. “Veníamos hablando de bueyes perdidos y me dijo: ‘ahora callate un poquito’. Y me lanza la propuesta de matrimonio. En ese momento llama la hija de Raúl preguntándole cómo le estaba yendo conmigo”, cuenta Lala.

Raúl se apresura a agregar que: “cuando mi hija me preguntó qué iba a hacer a Buenos Aires, yo le dije que iba a pedirle matrimonio a Mabel. Ella me respondió ‘fantástico viejo’”.

El caballero de la historia tenía el aval de sus hijos y pronto consiguió el visto bueno de los de Mabel.

Mabel no iba a permitir que él tuviera la última palabra, entonces le retrucó: ‘Ahora te vas a callar vos y me vas a escuchar: yo tengo clarísimo lo que quiero de mi vida, tengo mis hijos que quiero con el alma, tengo una actividad diferente todos los días, mis dos grupos de amigas y mi vida armada. Yo no quiero conformar una familia, yo ni siquiera puedo ofrecerte ser una compañera de vida, aunque no sea tu esposa, porque yo ya tengo armada mi estructura. Vos sabes que en 34 años yo no pensé en rehacer una familia. Mi gran amor fue mi marido. En Mendoza sobran señoras que quieren casarse, así que no Raúl, no’”.

Lala cuenta que quería bajarse del auto, y que la tragara la tierra. “Jamás me hubiese imaginado, porque para mí era como de mi familia.”

A partir de ese día, Raúl fue todos los días a Monte Grande. “No quería que fuera más a mi casa. Ya no era más mi Raúl, era un hombre. Me violentaba que viniera y para colmo, los hijos de él y los míos lo llamaban y le decían que ellos eran sus soldaditos, porque él era de gendarmería y estaban de su lado”, cuenta Lala, ahora divertida.

Yo estaba tan sacada, tan mal con lo que me había dicho, que los llamé a mis hijos para contarles todo. Ellos sabían todo lo que yo hacía de mi vida, entonces mi hijo Osvaldo me dijo: ‘mamá, todo aquello que hagas que te haga feliz, bienvenido sea. La única que lo puede decidir sos vos’ y mi hijo Roberto opinó: ‘nadie te va a querer y cuidar como Raúl’. Desde ahí me llenaron la cabeza por un lado y por el otro. Mi gran amor por él como amigo era muy fuerte, pero también me sentía tan mal; queriéndola yo tanto a Beba... Eran muchos sentimientos encontrados. Pero la verdad que Raúl es un ser muy noble y terminó convenciéndome. Y hoy estamos increíblemente bien”, relata detalladamente Mabel, una mujer alta, elegante y desbordada de sentimientos.

Cuatro meses le llevó a Raúl el cortejo hasta escuchar el sí de Mabel. En una cena en la casa de su hija en Mendoza se comprometieron. Luego estamparon su firma en el registro civil de Monte Grande y finalmente, culminaron su celebración en la capilla de la Escuela de Gendarmería. “Fue algo muy sobrio, muy respetuoso porque no había nada que festejar, por lo reciente de lo de Beba”, aclara Lala.

Luego del sí, las valijas. El cuenta kilómetros es un símbolo de lo que es su matrimonio. “Todavía no hace dos años que estamos casados y ya hemos viajado mucho. Hicimos más de 6o mil kilómetros en el auto”, cuenta Raúl.

Recorrieron toda la Argentina, visitaron Chile, regresaron al Barrio de Oficiales a ver cómo estaban sus casas. Viajaron a Panamá y a Cuba. “Yo he volado en helicóptero, aviones, pero nunca había hecho parapente, y allí, me animé y lo hice”.

La actividad física y mental es parte de sus vidas. Juntos realizaron cursos de computación e internet, juegan al scrabble, palitos chinos, realizan puzzle de hasta mil piezas, caminan, cantan. “Cantamos siempre. Raúl es como un tenor trasnochado, me encanta”, dice Mabel, quién deja un mensaje final para que no se olviden de su historia: “Les pido que se acuerden de mí y agarren un bolsito, una mochilita, lo que sea, y se vayan a cualquier lado. No hace falta gran cantidad de dinero. Se crece mucho en la vida viajando”, aconseja.


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martes, 5 de enero de 2010

Un chico menos en la calle

Mario estaba acostumbrado a vivir solo, y le agradaba. Un día, sin buscarlo, Alejandro le ofreció unaexhibición de malabares en el corte de un semáforo cualquiera a cambio de unas monedas. No fue un chico más pidiendo, y tampoco un conductor cualquiera. Hoy hace más de un año que Mario es el “papá” de Ale y pudo cambiarle el destino a un chico en situación de calle, ya que recuperó peso, va a la escuela y es el mejor alumno y compañero.

Vivían dos realidades totalmente distintas, en dos generaciones diferentes. Mario tenía 43 años, unavida armada, una rutina cotidiana, y una heladera casi vacía por olvido, que lo esperaba todas las tardes o noches, luego de terminar su jornada laboral. En cambio, Alejandro tenía 10 años, idas y vueltas en el colegio, una familia numerosa, y también, una heladera casi vacía pero producto de las dificultadeseconómicas que atravesaban. Por esa razón salía a la calle a ganar unas monedas con dos pelotitas de tenis. Se encontraron por primera vez en un semáforo de Gonnet, provincia de Buenos Aires. Cada uno de ellos se había fijado en el otro por alguna razón inexplicable. La luz roja dio comienzo a esta historia.

“Generalmente llegaba tarde del trabajo a casa. Tipo 20. Como siempre abría la heladera y como sucede con un solitario por elección como yo, no había nada en ella ni en ningún lado de la casa. La pregunta de todos los días: ¿qué voy a comer? estoy a fin de mes y a esa altura el delivery era un lujo que no me podía dar. Volví a sacar el auto que había guardado en el garage cuando llegué, porque creía que me podía arreglar para cenar con algo que encontrara en casa. Para comprar barato, tenía que hacer varias cuadras hacia donde hay una verdulería y carnicería. Salí de casa pensando qué prepararme con lo que comprara. Un semáforo en rojo detiene mi marcha antes de cruzar el camino Centenario. Eneso se me aparece un chico menudito, flaquito, rubiecito, descalzo, muy despierto que tenía en sus manitos dos pelotas de tenis. Me miró y me preguntó: ‘¿querés que te haga malabares?’ Lo miré,me impactó a primera vista; recuerdo esa vocecita hasta el día de hoy. Le respondí: ‘dale’. Mientras lo miro hacer sus desprolijos malabares le pregunté las mismas tontas cosas que se preguntan casi siempre a un chico: ¿cómo te llamas? ¿cuántos años tenés? Desconfiado como todo chico de la calle contesta: ‘Alejandro y tengo 10 años. ¿Vos?’, retruca. ‘Mario’, le respondo. Quiero aclarar que es la primeravez que tengo este tipo de acercamiento con un chico en situación de calle, porque la verdad es que no me gusta darles dinero, porque creo que está el padre esperándolos en la esquina para sacarles lo que juntaron. Bueno, el semáforo estaba pronto a cortar. Le dí 2 pesos y me fui con la idea de no volverlo a ver. Compré unos tomates, lechuga y un bife de costeleta. Si fuera por mí, me la pasaría comiendo asado, bifes y ensaladas. Cené, miré una película en la tele y me fui a dormir preparándome para comenzar el nuevo día de trabajo”.

Alejandro había despertado algo en Mario. Poco a poco, cruzarlo y verlo se fue convirtiendo en una costumbre. “Pasó aproximadamente una semana, y volví a cruzar por Centenario, pero por otro lado, esta vez cerca de la estación de Gonnet. Otra vez el semáforo y ahí lo vi de nuevo pidiendo una monedita, pero ahora sin las pelotas. Le dije: ‘hola, Alejandro’. Se acercó a mi auto. Traté de darle un beso, pero al principio se alejó como asustado, poniendo distancia.Luego aceptó y me lo dio. Ese beso sellaría algo entre nosotros. Dejó de pedir por un rato y se quedó charlando conmigo hasta que el semáforo me dio paso. Nos despedimos y le dí unas monedas. A partir de ese momento, yo pasaba muy seguido por el mismo lugar para tratar de verlo y hablar con él. Algunas veces lo veía, otras no”.

El objetivo de Mario era lograr que Alejandro confiara en él. No le temiera. Le creyera sus sinceras intensiones. “Siempre hablábamos con buen trato, pero él conservaba la distancia. Costaba ganarme su confianza. Pasó el tiempo. Cada vez lo veía más seguido. Él sabía donde vivía yo, porque un día lo invité a mi casa a tomar una chocolatada. Recuerdo que eran las 4 de una tarde de un día de junio de 2008. Tomamos la chocolatada y a la noche se quedó a cenar. Fuimos a comprar una hamburguesa de esas que vienen en cajita y traen un juguete. Mientras estábamos comiendo, se levantó de la mesa, se me acercó, me abrazó y me dijo: ‘gracias por invitarme a tu casa’. Nos abrazamos y le dije que podía venir cuando quisiera. Tomó esa frase al pie de la letra. Cada vez venía más seguido. Ya me había ganado su confianza. Cada vez nos sentíamos más apegado uno del otro”.

Alejandro ya sabía mucho de Mario, pero él no conocía la historia del chico. “Nunca le pregunté nada. Sinceramente, esperaba que él solo me lo dijera. Y así fue”. No quería invadirlo. Tal vez, no lo hacía, porque no quería perderlo.

Su familia se compone de ocho hermanos. Varones y mujeres en partes iguales, y una de ellas, presa por un robo calificado. Alejandro es el más chico de la familia, que se desmoronó cuando el papá de los chicos abandonó a su esposa. “La mamá de Ale, al verse abandonada se sumergió en el alcohol y quedó sin ganas de nada. Para ese entonces ella vivía con Ale, otro hijo de 12 años y otra de 16, embarazada.

Comían una sola vez por día porque contaban como único sustento el subsidio que les da el Estado. Ale fue expulsado por mala conducta de tres escuelas. Siempre contestaba de mal modo al que le preguntara algo. Un día normal de él, era levantarse a las 10 de la mañana, salir a pedir, preferentemente descalzo para que ‘larguen más’, como él me explicó, y vivir en la calle hasta las diez o doce de la noche, conviviendo con toda clase de peligros. Aspiraba nafta y ya se había pasado al pegamento. Cuando entraba a algún kiosco, robaba golosinas o lo que tenía a mano sin que lo vieran. A esta altura de los acontecimientos él me llamaba ‘tío’”, describe Mario.

Los miedos empezaron a surgir en la familia de Ale, principalmente en las hermanas. “Él le decía a la mamá que tenía un amigo grande que lo invitaba a la casa. A ella la conocí cuando él me la presentó.

Estaba desganada, sin animo, de mal semblante. En pocas palabras: entregada a su destino. Por otro lado, sus hermanos no aceptaban que estuviera conviviendo con un extraño, porque creían que tenía alguna mala intensión con el nene. Era difícil de comprenderlo. Después de algunos meses, esa actitud cambió radicalmente. Ahora saben que mi intención era ganarle una batalla a la calle con este niño, sacarlo de ese submundo, y lo logré”.

Alejandro empezó a dedicarle menos tiempo a la calle y más a compartir momentos con Mario. “Para todo esto, yo tenía a mi madre con principio de Alzheimer. Mi padre había fallecido hacía algunos años y ella vivía sola en el sur de la provincia de Buenos Aires por lo que la traje a vivir conmigo. Está en la etapa en que necesita cuidados y asistencias permanentes. Mi mejor idea fue llamar a la mamá de Ale para que la cuidara ya que estaba sin trabajo. Una decisión muy acertada de mi parte, porque dejó la bebida y es una excelente persona, confiable y responsable. Además, tengo la casa re limpita. Al estar su mama acá, Ale empezó a venir todos los días. Estábamos muy unidos, hasta que un día me pidió quedarse a dormir. Se quedó, pero para siempre”.

No fue fácil la convivencia y esta ‘sobrepoblación’ de tres personas en una casa acostumbrada al silencio, no le resultó sencillo a Mario. “Soy una persona muy solitaria y tranquila. Aprendí y me acostumbré a vivir solo. Soy hijo único y desde mi niñez fui solitario. Si bien en mi casa siempre había amigos y compañeros de escuela, nunca estudié en grupo, porque no me gustaba. Como la gran mayoría de los seres humanos, en mi juventud, década del ‘70, tenía la idea de casarme y tener hijos pero tuve la desgracia (o no), de que a todos mis amigos y compañeros les fuera muy mal en su matrimonio, y hasta algunos en su segundo matrimonio y actualmente viven en soledad. Cuando nos reuníamos para algún evento, todos me decían: ‘vos sí que tenés suerte por vivir solo’. Al ver las vicisitudes que vivían ellos, no quise padecerlas también por eso decía que no me iba a casar ni a tener hijos. Esto no quiere decir que si a alguien le va mal en algo, a todos nos va a ir de la misma manera, pero como creo que estamos en un tiempo de crisis de las familias, me hubiese deprimido y me estresaría sobremanera si hubiese tenido que vivir separado de mis hijos si mi matrimonio no fuese el adecuado. Además soy un ‘bicho raro’ en el sentido de que soy muy calmo. Si bien tuve novias, ninguna fue acorde a mi estilo de vida. Definitivamente, no encontré a mi media naranja. Aparte no soy de salir mucho, sino que prefiero quedarme en casa disfrutando de una buena película. Encontrar alguien acorde a mí en este momento, es muy difícil.

Por todo esto, tanto la convivencia con Ale, como con mi mamá, fue difícil. El vivir solo implicaba no tener compromisos y con la llegada de Ale, me costó asumirlos. Llevarlo a la escuela temprano, asistir a reuniones escolares, ir a elegir ropa para él, educación, amiguitos... De vivir en la tranquilidad absoluta, pasé a una aglomeración de niños en mi casa. Igual, con el paso del tiempo me adapté”.

Igualmente, la adaptación no fue fácil para ninguno. Algo que se les dificultó fue el tema de los límites y el cumplimiento de las reglas. “Cuando se iba a jugar, le decía que volviera a las 19, y él regresaba a las 21. Se lo repetí varias veces hasta que una noche no lo dejé entrar. Desde la puerta le dije que él no había respetado nuestro pacto, que preparará sus cosas y se fuera. Se sorprendió y se largó a llorar. Por supuesto que me rompió el alma, pero era la única manera de que comenzara a respetar ciertas reglas elementales”. Lo hizo. “A partir de allí, nunca más desobedeció, ni tuve que repetir algo más de una vez. Él me explicó su comportamiento: ‘lo que pasa es que nadie me puso límites’”.

Ahora Ale tiene su propio cuarto en la casa de Mario con juguetes y con lo necesario para la escuela aunque “duerme más en mi pieza que en la suya, porque tiene miedo”. Los dos son una familia. Crearon un vínculo indestructible. “A esta altura él me llama ‘papá’ y yo, ‘hijo’. Cada día que pasa, la unión entre nosotros es más fuerte. Está toda la semana viviendo conmigo, compartiendo todo, hasta me imita en ciertas actitudes, y los fines de semana se va a lo de su mamá para pasar más tiempo con ella y con sus hermanos”.

En diciembre del año pasado se inscribió a un desafío: la escuela, pero la superó con creces. “Teníamos que anotarlo en alguna escuela y elegimos la más cercana a mi casa, ya que vivía conmigo. Cuando vamos a anotarlo, al decir su nombre y apellido, la directora empezó con excusas y trabas porque sabía lo sucedido en las otras escuelas. Me puse firme y finalmente lo aceptaron a él como alumno y a mí como su papá, por supuesto sabiendo la verdad. Un día le pregunté por qué se había portado tan mal en la escuela como para que llegaran a la determinación de expulsarlo. Me contestó: ‘porque en casa no me prestaban atención, no hablaban conmigo, no me ayudaban a hacer los deberes, no me miraban el cuaderno. Pero no se los digas, porque se van a sentir mal y no quiero lastimarlos’”. Ale pasó de grado. El próximo año empieza cuarto con todo ‘satisfactorio’ y ‘muy satisfactorio’.

“A un año y medio de habernos conocido, está gordito, es un excelente alumno y compañero, y es el primero en levantar la mano y contestar cuando la maestra pregunta algo. En todo el ciclo lectivo faltó sólo cinco días. Su maestra, su mamá, hermanos y vecinos no pueden creer el cambio que hizo, ni yo tampoco. Hacemos los deberes y estudiamos juntos. Somos muy compinches. Es muy gentil hacia otras personas, muy vivaz y pícaro. Tiene 11 años y medio y no tiene vergüenza cuando en medio de una cola del super me abraza, me da un gran beso y me dice: ‘te quiero pa’. Cosa que a esa edad hoy en día es muy difícil. Y lo repite continuamente. Creo que existe una fórmula infalible para encaminar a alguien en situación de abandono, drogas, delincuencia que no insumen ningún gasto pecuniario: mucho amor, comprensión y dialogo”. Mario lo logró y ellos son felices.*


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