miércoles, 9 de junio de 2010

Cuando la tierra entra en erupción

Por Nadia Galán

La naturaleza está respondiendo al mal uso de sus recursos en manos de la humanidad, como corresponde: con furia. Terremotos, tsunamis, tornados y aludes son su forma de protesta. Norma vivió de cerca, hace años atrás, una de estas circunstancias cuando conoció la furia del volcán Villarrica en Chile.



Contemporáneo y oportuno es el relato de Norma, debido a las catástrofes naturales que han sacudido la tierra de nuestro país vecino y también la nuestra, pero en réplicas más leves. La historia comienza cuando viajó a Chile en 1948 para realizar una excursión de placer junto a su hermana y su prima, para conocer el sur de América de ambos lados de la cordillera de los Andes. Pero volvieron con algo más que buenos recuerdos e imágenes de lugares majestuosos.

Debieron escapar del lujoso hotel en el que se hospedaban, para no ser víctimas de la erupción del volcán más activo del país. “Veíamos bajar la lava por la ladera y a mucha gente corriendo. Le dijimos al chofer del micro que parara para que pudieran subir al vehículo, pero se negó”. Las crónicas del momento revelaron que hubo más de 50 muertos.

La Cordillera de los Andes, con sus 7.500 kilómetros, constituye una de las cadena montañosas más extensas del planeta. Tanto del lado argentino como el chileno, el sur de esta cadena se caracteriza por ser delgada y cuenta con una importante actividad volcánica que se inició en el período cuaternario (el último de los grandes períodos geológicos) y continúa hasta la actualidad. El tramo central de la cordillera se caracteriza por tener una actividad sísmica recurrente, mientras que la zona norte es una conjunción de estos dos fenómenos naturales.

En la cordillera existen alrededor de 60 volcanes activos y la gran mayoría se encuentran del lado chileno. Estos volcanes son considerados peligrosos, porque la mayoría de ellos tienen erupciones explosivas debido a que el magma está compuesto por un alto porcentaje de sílice y materiales volátiles. Si se llega a la cima, se puede estar ante uno de los cuatro pozos de lava que existen en el planeta. Para el pueblo Mapuche, es venerada como una montaña sagrada donde viven los antepasados con fuego (Quitralpillán).

“Al Volcán Villarrica, ubicado a unos 700 kilómetros al sur de Santiago de Chile, se le han contabilizado unas 60 erupciones en los últimos 500 años por lo que se le considera uno de los volcanes más activos de los Andes. Entre todos los volcanes activos de Chile, el Villarrica posee el más alto nivel de amenaza volcánica, debido a su cubierta permanente de nieve y hielo, la frecuencia eruptiva y la densidad poblacional en el área. Las erupciones recientes del volcán Villarrica, de un vigor moderado, se conocen como estrombolianas: una sucesión entre efusión de lava y explosiones. Cada año, unos 15 mil turistas de todo el mundo ascienden hasta su cumbre de 2.854 metros sobre el nivel del mar para admirar el paisaje y observar uno de los espectáculos naturales más notables en el mundo: un lago de lava activo en el fondo del cráter”, explica el vulcanólogo Werner Keller, fundador del Proyecto Observación Visual Villarrica / Internet (P.O.V.I.) dedicado al control diario de la actividad volcánica en Chile.

Era el año 1948 y Norma, que para ese entonces tenía unos 20 años, junto a sus dos hermanas y su prima mayor emprendieron un viaje por el sur argentino y chileno. “En agosto tuvimos un choque y mi madre se fracturó la cadera y tuvo que estar tres meses inmovilizada en cama. Nosotras habíamos tenido mucho trabajo y problemas para atenderla y ordenar la casa, entonces, mi padre consideró que un viaje podría ayudarnos a aliviarnos, así que nos regaló la excursión por ambos países. El circuito contratado comprendía entrar a Chile por Puerto Blest, con una primer visita a Puerto Montt, que había sufrido un maremoto unos años antes. Nos encontramos con que poco se había hecho en la reconstrucción, y ni siquiera su industria pesquera se había recuperado. Este punto nos interesaba porque fuimos con la idea de comprar langostas. Luego tomamos el tren que recorría ese país de sur a norte y bajamos en la localidad llamada Loncoche, en donde debíamos esperar varias horas para tomar un tren local que nos llevaría a Villarrica, nuestro destino final en el país vecino. Una vez allí, un ómnibus nos conduciría al hotel Pucón, sobre el lago Villarrica. El paseo posterior por el pueblo mostraba pocas casas de buena construcción, una de las cuales supimos que era una especie de club pagado por los viajantes para tener un lugar prolijo donde comer. Los otros lugares públicos ostentaban el título de 'borracherías', aunque no sé como estará en la actualidad. El tren local correspondía a lo visto, pero en Villarrica nos esperaba el ómnibus del hotel y desde allí, por varios días, volvimos a estar en el 'mundo de arriba'. El hotel y su balneario sobre el lago tenían un nivel muy superior, que creo se mantiene actualmente”.

Desde el hotel en donde estaban hospedadas las chicas, podían tomar perfectamente imágenes fotográficas de las cenizas y el humo que expulsaba esa montaña de tierra e hielo sin saber que en su interior, se estaba elaborando una destructiva erupción de lava. Norma, como toda la población de esa localidad, no estaban pendientes del volcán aunque “toda la zona se desarrolla alrededor de él”. En poco tiempo dejaría de ser un paisaje pintoresco, para convertirse en el único protagonista y pasar nuevamente a la historia. “Durante el viaje alrededor del lago nos mostró algo inquietante: el volcán echaba humo y ceniza. Nos dijeron que los pronósticos oficiales negaban una posible erupción, pero las noches se iluminaban con el fuego y las chispas salían de la cumbre, junto con un ronquido poco tranquilizador, y alguna vibración en el suelo. Desde el hotel, la distancia era apreciable, pero desde el camino se veía muy cerca, casi como en la ladera”, describe el panorama Norma.

“El Volcán Villarrica forma parte del Cinturón de Fuego del Pacífico que alberga la mayoría de los volcanes terrestres del planeta. El primer pequeño aporte de magma rico en gases inundó el fondo del cráter en abril de 1948, dando inicio al segundo ciclo eruptivo más violento de los últimos 400 años de la historia del volcán. Durante la madrugada del 18 de octubre de 1948 una enorme erupción explosiva fundió parte del casquete glaciar que cubre los flancos, dando origen a lahares o avalanchas de lodo que descienden por los valles hasta alcanzar los lagos Villarrica y Calafquén.

El 10 de octubre de 1948 se publicó una entrevista a un reconocido vecino de la zona, que le pedía a las autoridades asumir una actitud preventiva ante la inminente erupción explosiva del volcán Villarrica. Efectivamente, 8 días más tarde, el volcán entró violentamente en erupción. El saber de antemano si un volcán entrará en erupción, depende de las características de cada uno y de la vigilancia que se ejerza, como para llamar a una alerta temprana. En general, los volcanes emiten signos sutiles que anuncian su despertar. Para captar esas señales precursoras, se requiere de una vigilancia visual e instrumental sofisticada. En el caso concreto del volcán Villarrica, el ciclo eruptivo de 1948-49 se anunció con señales claras unos cinco o seis meses de anticipación”, desarrolla el vulcanólogo Keller.

Pero Norma lo cuenta en primera persona. “Ya habíamos pasado ocho días en Chile y había llegado el momento de nuestra partida”. Ese mismo día comenzaría la erupción de la que fueron testigos. “Mientras estábamos viendo el humo y las chispas en las noches anteriores nos parecía casi divertido, pero comenzamos a asustarnos cuando nos apuraron para que tomáramos el ómnibus y el suelo se movía apreciablemente bajo nuestros pies. Subimos al micro, en el que íbamos nosotras cuatro y el chofer, y mientras pasábamos por el camino de salida, veíamos la lava que bajaba como un río por la ladera. Los campesinos de la zona corrían con sus cosas tratando de escapar del recorrido y pedían al conductor de nuestro ómnibus que los llevara porque había lugar. Pero el conductor, pese a nuestro pedido, no quiso detenerse porque se justificó diciendo que los dueños del hotel no lo dejaban subir pasajeros que no fueran clientes. Nuestro ómnibus fue el último en pasar y nos alejamos de allí con un sentimiento amargo. Han pasado muchos años y gobiernos de todas las tendencias. Algunas noticias del terremoto actual me hacen pensar que quizás las cosa no hayan cambiado tanto y vuelvo a recordar a las familias bajando por la montaña”.

Ese mismo día Norma, su hermana y prima volvieron a la Argentina con la sensación amarga de no haber podido ayudar, y esa imagen imborrable de personas desesperadas corriendo por la ladera con un mar de lodo y lava persiguiéndolos.

“El daño fue enorme”, asegura el especialista Keller. Puentes destruidos, más de 1.000 km2 de terreno agrícola afectado, más de 50 personas fallecidas, y en la ribera del lago Villarrica, 8 kilómetros de la ruta que une la ciudad del mismo nombre con la localidad de Pucón, quedó intransitable. Han sido destruidos los puentes sobre el viaducto Los Chilcos, sobre el río Turbio, a diez kilómetros de Pucón, Colico, sobre el camino a Relún, a 7 kilómetros de Villarrica y dos puentes sobre el río Molco, en Playa Linda. A las 4 de la tarde cesó la erupción del volcán. “La reconstrucción de la zona afectada tardó aproximadamente un año”.

Chile, a pesar de ser uno de los países de América más expuesto a la actividad volcánica no cuenta con el monitoreo de esas montañas con cráteres y movimiento candente. “Es perfectamente posible convivir con un volcán conociendo su comportamiento y peligrosidad, respetando las rutas de descarga de los productos volcánicos y conociendo los planes de evacuación. En la actualidad, Chile cuanta con apenas unos 10 o 15 vulcanólogos y ninguna universidad del país ofrece esta carrera. En promedio, cada año se publica un solo estudio científico sobre algún volcán por autores extranjeros. En total, unos 143 volcanes se consideran activos y sólo 8 de ellos son vigilados instrumentalmente desde un único observatorio vulcanológico ubicado a más de 80 kilómetros de los dos volcanes de mayor amenaza de Chile: Llaima y Villarrica. Nuestra organización tiene como objetivo principal crear una conciencia volcanológica en la población aunque creemos que lo ideal es que comience en la escuela.

Lamentablemente, Chile es el país con la segunda mayor cantidad de volcanes del planeta y recién ahora, para el Bicentenario, está dando los primeros pasos para expandir la vigilancia de 7 a más de 40 volcanes activos y peligrosos en los Andes del Sur. Creo que es indispensable conocer y estudiar la historia y prehistoria de cada uno de los volcanes para luego proyectarlo hacia el presente y futuro: un volcán se comportará en el tiempo futuro de la misma manera que lo hizo en el pasado. En los últimos 60 años, el volcán Villarrica mostró erupciones en: 1948-49, 1964, 1791 y 1984. Actualmente, tras una pausa de 2 años, el pozo de lava volvió a emerger e iluminar la cima como un faro como se puede apreciar en la foto”. Habrá que estar atentos e informados.

(Revista Contá y Ganá Nº 11)

viernes, 4 de junio de 2010

Ser mujer en Siria

Por Nadia Galán

Nourah nació en Siria, un país con costumbres distantes a la liberación femenina de occidente, tanto en la vida pública como en la íntima. Su padre la vendió a un árabe que la trajo a la Argentina. Después de ser golpeada durante años, abandonó su hogar con sus hijas y reconstruyó su vida. Creyó que aquí las leyes y derechos la ampararían, sin embargo le sacaron sus hijas y aun lucha por recuperarlas.


Siria es un país árabe de Medio Oriente, ubicado a orillas del mar Mediterráneo. Limita con Israel, Líbano, Jordania, Irak y Turquía. Para realizar un paralelismo con Argentina, cuenta con una superficie algo inferior a la provincia de Río Negro, pero con una población similar a la de Buenos Aires.

Nourah nació en un pequeño pueblo agricultor del oeste de Siria. Fue la antepenúltima hija de siete hermanos, de los cuales únicamente dos fueron mujeres. Tarea algo difícil en esas tierras, ya que son tratadas como objetos de la posesión de los hombres de la familia. Su padre fue muy severo con ella y con su madre. Agachar la cabeza y obedecer eran las únicas leyes que regían bajo ese techo.

“Mis padres se casaron sin querer hacerlo. Ellos eran primos y mi mamá había quedado al cuidado de mi abuela paterna porque sus padres habían muerto casi el mismo día. Mi abuela les pidió que se casaran, y mi madre no pudo negarse porque tenía 14 y mi papá 31, más o menos, porque en esos tiempos no existían los documentos de identidad por lo que mi mamá no sabe con certeza qué edad tiene y no sabe leer ni escribir. Cuando se casaron, mi papá se emborrachó tanto porque no quería esa unión, que maltrató a mi madre durante los tres días que duró el festejo. Mi papá era muy machista y malo, porque le pegaba a mi mamá”, reconstruye su historia Nourah.

El maltrato hacia la madre de Nourah se repetiría en ella. Aunque sus hermanos también sufrían la mano dura de su padre, resultó mucho más perjudicial para las mujeres. El patriarca de la familia tomaba decisiones arbitrarias, que la familia debía acatar. Una de ellas fue mudarse de una vida con comodidades a otra plagada de carencias, tan sólo por un capricho. “Vivíamos en un pueblo y teníamos un quiosco en casa. Estábamos muy bien y sacábamos dinero como para vivir tranquilos. Pero un día a mi papá le agarró la locura, y nos mudamos a otro lado que quedaba a unas 15 cuadras donde no teníamos luz, agua, baño ni cocina. Vivimos sin nada durante seis años. Era un terreno baldío en donde tuvimos que edificar la casa, entre mi mamá y yo, que para ese entonces tenía 6 años”.

El padre seguía maltratando a la madre, situación que sus hermanos ya no podían resistir. “Mis hermanos se terminaron yendo, cansados de la violencia. Una vez que se fueron, no los dejó entrar a nuestra casa ni que habláramos con ellos. Cuando ellos se fueron yo tenía 14 años y tuve que trabajar la tierra como un varón. A las tres de la mañana levantar bolsas de naranja y llevarlas al hombro unas 20 cuadras hasta una carretera donde pasaban los autos, y de ahí íbamos con mi mamá a venderlos al pueblo. Había un lugar en donde se reunían todos que era similar al mercado central de acá. Cuando volvíamos y mi mamá traía poca plata, mi papá le pegaba porque había vendido las frutas más baratas. Como no teníamos herramientas para trabajar la tierra, tenía que removerla con un rastrillo. A las 5 de la mañana había que regar los árboles de naranja, limones, y otros que teníamos en el campo. Mi papá no trabajaba, no hacía nada, solo nos miraba y nos dirigía. Cuando hacíamos las cosas mal, nos gritaba o nos pegaba”. Nourah lo cuenta como si hiciera sólo horas que terminó de regar el último naranjo.

Si Nourah y su madre pensaban hacer una maniobra fuera de las reglas impuestas por el jefe de la familia debían hacerlo sin que se diera cuenta, si no la reprimenda era inolvidable. “Nosotras no podíamos tener nada: ni ropa, ni estudios, ni visitar a mis primas. Me sentía una basura. Mis amigas estaban bien vestidas y maquilladas y se la pasaban sentadas en su casa mientras yo tenía que trabajar como un hombre. Y eso era muy malo, socialmente estaba muy mal visto. La gente nos miraba mal. Muchas veces mi hermano más chico nos pasaba plata, sin que mi papá se diera cuenta. Otra de las cosas que hacíamos para conseguir dinero era pasarle a mi papá la venta de, por ejemplo, ocho bolsas de naranjas cuando en realidad habíamos vendido diez. Las mujeres allá no tienen vida: debían hacerle caso a los hombres porque sino te pegaban y no eran golpes así no más. Una amiga mía murió a los 18 años porque el hermano le pegó con la culata del arma por no hacerle caso".

Algo de lo que se alegra haber vivido fue su paso por la educación. “Siempre fui a la escuela, me gustaba estudiar y terminé la secundaria. Después quise estudiar otra cosa, pero mi papá no me dejó porque tenía que trabajar la tierra. A la mañana estudiaba y a la tarde o noche trabajaba”.

La educación militar es una materia más en las escuelas sirias. “A los 6 años te enseñan a armar y desarmar armas, es solo para saber defenderte de ataques exteriores porque generalmente no hay robos en mi país porque si robas directamente te matan. Mi hermano estaba en un bar con su señora y se había pasado de copas. Otro hombre halagó a su mujer y él empezó a romper algunas sillas. Lo metieron preso diez años. Además, los hombres a sus 18 años deben hacer dos años de servicio militar obligatorio y si se desata una guerra deben ir a formar parte del frente sin objeción”.

Como no podía ser de otra manera, a Nourah le llegó el amor, pero en su tierra no se le puede hacer caso simplemente al corazón. “Cuando iba a la escuela yo estaba enamorada de un compañero. Mi mamá sabía pero mi papá no, porque a él no le gustaba el chico, quien me mandaba saludos a través de mi mamá. Parece que en algún momento se enteró y me prohibió que me acercara a él porque sino me mataba. Allá si te gusta un chico sólo podés hablar con él, no podes acercarte mucho ni darle besos. Nada que ver a como es acá. Allá tenés que esperar al casamiento porque si no te casas virgen, te matan”.

El padre de Nourah tenía otros planes: estaba esperando una buena oferta por su hija, y ante la primera que recibió, no dudó en entregarla. “Un hijo de árabes nacido en Argentina, fue a visitar Siria y lo albergaron en la casa de un familiar nuestro. Cuando él llegó, yo justo estaba en esa casa porque había ido a visitar a mi prima y él dijo: 'esa chica me gusta'. Entonces la cuñada de mi prima, le contestó que si le ofrecía algo de plata al padre seguramente 'agarraba', porque le gustaba mucho el dinero. Fue inmediatamente a ver a mi papá, le dio 2 mil dólares y mi papá me mandó con él a la Argentina sin preguntarme, obviamente, qué quería yo”.

Este hombre había ido a Siria a pedir la mano de unas cinco chicas, pero ninguna aceptó y después ofertó esa cantidad por Nourah. “Yo me enteré de todo esto porque mi prima me lo contó. No lo podía creer. Mi mamá no pudo decir nada y las dos, al despedirnos, lloramos como locas porque yo no me quería venir. Me quería quedar con mi mamá y con ese chico”.

Era el año 1996 y Nourah tenía 22 años y su esposo, 40. Luego del pago, permanecieron en Siria dos semanas más para tramitar los papeles correspondientes. “Me la pasé llorando porque no quería abandonar a mi mamá. Cuando el chico del que estaba enamorada se enteró que me iba, me dijo: 'me dejás solo. Espero que te vaya bien'. No se imaginan cómo lloraba”.

A ella no le iba a ir muy bien como le deseó ese gran amor que dejaba en su tierra natal, pero peor suerte corrió él. “Mi mamá me contó que este chico murió en la guerra de Irak contra Estados Unidos. Lloré mucho por su pérdida”. Su padre dormía con el dinero en el bolsillo y, dos meses después de la partida de su hija a la Argentina, falleció de un ataque cardíaco.

“Cuando vine para acá, no sabía nada, no conocía las costumbres ni el idioma. Apenas entré a la casa, empezó a tener problemas con su madre y su hermano. Estuve un año peleando con ellos y hasta ese momento, el padre de mis hijas me defendía. Mi cuñado estaba celoso porque son gemelos y él no podía conseguir a una mujer. Es raro que tengan esa edad y no tuvieran esposa, pero me di cuenta de que era por su carácter y porque no consiguieron un pelotudo como mi papá que aceptara tan poco dinero”.

El punto límite fue cuando Nourah decidió no permitir más golpes, entonces no sólo fue apaleada por su cuñado con mayor dureza, sino que su marido comenzó también a golpearla. “Me pegaba por cualquier cosa, hasta delante de mis amigas y de mis hijas”.

A los dos meses de pisar suelo latino, Nourah quedó embarazada por primera vez, y a los seis de dar a luz por segunda oportunidad. “No quería tener más hijos y él una vez me obligó, en realidad me dijo que si no teníamos relaciones no me daba plata para que comieran las nenas. Quedé embarazada nuevamente pero lo perdí a los pocos meses por su culpa, y no lo perdoné nunca más”, asegura.

“Después de pasar cuatro años en esa situación de maltrato y de no saber nada de nada, empecé a aprender castellano mirando la televisión porque nadie me enseñó”. Una amiga le enseñó que las cosas en nuestro país no eran como en el suyo, sino que aquí tenía derechos como mujer que debían ser respetados.

Un día, luego de ser nuevamente golpeada, recordó esas palabras y escapó con sus hijas. Hizo la denuncia, pero la policía sólo archivó la declaración y gracias a esa amiga consiguió una habitación en una pensión y un trabajo como moza en un café.

“Después empecé a trabajar en un pool y allí conocí a mi marido actual, Carlos. Nos enamoramos casi al instante y con él alquilamos una casa con un cuarto para las nenas”. Parecía que la vida iba a empezar a sonreírle definitivamente a Nourah, pero fue un espejismo. “Un día se apareció el padre de las nenas en nuestra casa y me pegó. Carlos al escuchar los golpes salió a defenderme, pero él se llevó las nenas”.

Estuve ocho meses sin verlas. “Iba a la remisería en donde trabajaba, me arrodillaba delante de todo el mundo y le pedía que me dejara ver a las nenas. Él se me reía en la cara y se iba”.

Después puso una abogada pero pasó mal mi dirección, por lo que nunca me llegaban las citaciones así que el juez le dio la tenencia provisoria a él. Busqué una abogada, le pagué 4 mil pesos y después me enteré que ella no presentó ningún papel con las denuncias policiales por violencia en su contra, porque el padre de las nenas le había pagado por su cuenta. Además presentó un testigo falso que atestiguó que yo le pegaba a las nenas y a él”.

Arreglaron un régimen de visitas acotado, de una hora por semana y en el estudio de la abogada. “Las nenas ni me hablaban, por el lavado de cabeza que les habían echo. Con el tiempo, puse otro abogado y consiguió que pudiera pasar más tiempo con las nenas. Las nenas empezaron a venir a dormir algunas noches a mi casa y cambiaron completamente la relación conmigo. Ahora me dicen que me aman”.

De a poco, Nourah va cosechando los frutos de su sufrimiento y lucha constante para salir adelante y tener una vida digna. “Me siento muy bien ahora, pero lo único que me falta es que las nenas vivan conmigo, ya que solo las veo dos veces a la semana. Aunque toda mi familia está en Siria y extraño mucho a mi mamá, con la que hablo casi todos los días, acá hace siete años que estoy con Carlos y pude armar una nueva familia. Mi suegra es como mi mamá y mi cuñada, mi hermana”.

Y es justamente, Elizabeth, su cuñada, quien deja la reflexión final: “Lamentablemente tenemos leyes que amparan a las mujeres, que declaran sus derechos como madre, esposa e hija, pero existen aún demasiadas trabas que no permiten que sean respetadas. Esperemos que esto llegue a cambiar y que algún día Nourah pueda sentir que en nuestras tierras se puede ser una mujer libre en todo sentido, con derecho a amar y ser amada y con sus hijas a su lado”.

(Revista Contá y Ganá Nº 10)

martes, 27 de abril de 2010

Un romance en tiempos de guerras

Por Nadia Galán

Guerra, ideología, oficios muy específicos, carnet de baile, amor a primera vista y mucha historia de principio del siglo XX. Norma Drobner nos regala la fantástica historia de amor de sus padres, allá por la década del '20. Ella almacenó en su memoria cada uno de los detalles de este amor que estuvo vinculado con trabajos impensables como el tallado de diamantes, armado del Teatro Colón y las vías de comunicación tanto férreas como informativas en la Argentina.



Enrique nació en Alemania en 1895 y era el menor de tres hermanos. Su alma de viajero y sus ideales socialistas lo fueron alejando de su familia. Recorrió el mundo, desarrolló trabajos exóticos y encontró el amor de casualidad en la Argentina. A poco de finalizar la Gran Guerra, dos países que se habían enfrentado en el campo de batalla, pero ahora se “reconciliaban” con la unión de dos corazones: uno italiano y el otro alemán.

“Mi papá se fue de su casa a los 14 años solo a Bélgica porque era socialista y su papá, que tenía ideales conservadores, no lo quería bajo el mismo techo. Por lo que tengo entendido, mi abuelo tenía una personalidad muy severa y era dueño de una fábrica de cigarrillos que estaba ubicada en una esquina y que después de la guerra quedó destruida. Tenían tres hijos: Uno murió de joven, el segundo era militar y se fue a Estados Unidos y no regresó más porque se enamoró de una enfermera y el tercero era mi papá, a quien mi abuelo echó de la casa por su ideología. Así que perdió a los tres hijos”, cuenta Norma, reconstruyendo su árbol genealógico.

En Bélgica aprendió el oficio de tallar brillantes y siguió luchando por sus ideales, pero sin alejarse de su deseo de conocer cada rincón del planeta. “Mi papá realizó este trabajo durante seis años, pero luego tuvo que dejarlo porque no andaba bien de la vista”.

El otro personaje de esta historia de amor es Norma (nombre que heredó su hija, quien nos cuenta esta historia). “Mi abuelo materno se llamaba Nicola y mi abuela, Adela. Ambos eran italianos y habían llegado a la Argentina junto a los primeros grupos de inmigrantes. Aquí nació mi mamá, Norma, y algunos de sus hermanos, ya que en total fueron 12, entre los que sobrevivieron y los que fallecieron al poco tiempo de vida. En una oportunidad, mi abuelo se ganó la lotería y viajó, nuevamente, con toda la familia a Italia. Allá le fue muy mal, entonces consiguió un nuevo trabajo en Buenos Aires y se volvieron. Comenzó a trabajar como ebanista (especialistas en el tratado de maderas preciosas) en la construcción de los palcos del Teatro Colón (inaugurado el 25 de mayo de 1908). Durante los años de la Primera Guerra Mundial lo llevaron a hacer las palas para las trilladoras (tipo máquina de cosecha) en Tres Arroyos y luego fue capataz en la tarea del corte de durmientes para el trazado de la línea Rosario–Puerto Belgrano”.

Los países europeos se encontraba en un tire y afloje por la conquista de tierras y expansión de su poderío colonial. Hubo enfrentamientos, implantación de banderas y sumatorias de tierra. En 1882, producto de esta tensión constante y un aire de guerra sobrevolando, se fueron generando alianzas. La Triple Entente (Francia, Gran Bretaña y Rusia) fue una, y la Triple Alianza (Alemania, Austria-Hungría e Italia; esta última se pasaría luego al otro bando), la otra.

Hasta el estallido de la Gran Guerra el 1 de agosto de 1914, este período fue denominado históricamente como la 'Paz Armada', ya que Europa estaba destinando gran cantidad de sus recursos económicos a la construcción y compra de armamento, a pesar de que no se había declarado ninguna guerra que los justificaran, pero se sabía que se aproximaba una.

“Para ese momento mi padre estaba navegando en un barco militar inglés al que había sido invitado por un amigo de la Fuerza. El día que se declaró la guerra, el barco estaba en Buenos Aires, por lo que mi papá se tuvo que bajar porque si no tenían la obligación de llevárselo prisionero”, cuenta Norma, que conoce la gran mayoría de los detalles de esta historia porque su padre se la contaba reiteradamente y ella adoraba escucharlo.

Sin pensarlo, Enrique estaba en un nuevo continente, país y costumbres que no formaban parte de sus planes. “El hecho de haber llegado en un barco inglés el día de la declaración de la guerra, lo obligó a quedarse en Buenos Aires. Tuvo que aprender a hablar un idioma que no estaba entre los cuatro que sabía, que eran inglés, alemán, francés y valón (lengua casi desaparecida del sur de Bélgica). Resolvió irse a una casa en la que no hablaran alemán para aprender castellano desde el principio, como si fuera un chico”.

Enrique tenía unos 19 años y un gran amor por su tierra, por lo que quiso sumarse a las trincheras de su país. “Eran los tiempos de la primera guerra y los alemanes querían volver a su país para pelear porque aún no eran tiempos de los nazis. Él no tenía ningún tipo de formación militar porque su papá nunca lo quiso enviar a entrenar, ya que lo veía débil. Todos los familiares medían casi dos metros y mi papá, 1,60, por eso no lo consideraba fuerte y pensaban que si era tan chiquito, podría estar enfermo. Mi papá quería regresar y le habían dicho que si quería volver a Alemania debía ir a Rosario, porque desde allí salían los barcos con ese destino. Con este viaje empezó su vida cerca del campo, ya que era un hombre netamente de ciudad”.

El viajar no era fácil y los papeles que le permitirían cruzar el océano Atlántico no llegaban. “Mientras tanto mi papá fue haciendo diferentes trabajos: catador de granos, maestro de idiomas, traductor. Ya desilusionado por sus posibilidades de viajar a Europa, opta por un plan un poco loco: compró un caballo y emprendió un viaje hacia el sur, llegando en sucesivas etapas a Chubut. Para financiarse trabajó como dependiente en almacenes, pero con mayor frecuencia dando lecciones de idiomas a los hijos de estancieros. En esa época muchos señores rurales que deseaban que sus hijos se lucieran en el extranjero hablando idiomas contrataban a mi papá para ello. Supongo que ya algo cansado de esa vida decidió, tomar el tren que pasaba por Bahía Blanca. Allí ayudó a una alemana a subir y guardar las maletas por lo que la señora agradecida le propuso que bajara con ella en Bahía porque su hijo podría conseguirle un empleo adecuado a sus conocimientos”.

Resultó que el hijo de la señora era el jefe de personal de la base militar de Puerto Belgrano y estaban necesitando una persona para traducir los manuales de las primeras estaciones de radio. Así se quedó en la Armada como traductor y enseñándoles idiomas a los oficiales”.

La zona de Puerto Belgrano y Punta Alta, al sur de la provincia de Buenos Aires, era un mar de trabajo. La construcción de la Base, el ferrocarril, los sistemas nuevos de comunicación y la ciudad misma atraían a personas de distintas especialidades y nacionalidades que solían agruparse en comunidades por su país de origen.

“La guerra ya había terminado (1918) y la asociación italiana resolvió invitar a la alemana para los festejos del 25 de Mayo, que se realizarían el día 22, con un baile. Enrique era el que mejor hablaba castellano, así que lo enviaron como representante. Pero él se encontraba con dos carencias: era un pésimo bailarín y el italiano no era uno de los cuatro idiomas que manejaba”, recuerda. Una negativa podría tomarse como una ofensa a los aires de paz que se querían instalar después de la Primera Guerra Mundial, por lo que Enrique debía hacerse presente.
Se estaba acercando el encuentro menos pensado: “Mi abuela materna le desconfiaba bastante a los hombres, y más sabiendo que mi mamá y una de mis tías tenían 24 y 23 años, respectivamente, así que ya estaban en edad de concretar casamiento. Mi abuelo las quiso llevar al baile para que vendieran las rifas y mi abuela no quería. Finalmente fueron”.

El primer encuentro, fue un flechazo. “Mi papá se quedó a un costado para observar cómo las personas de la asociación italiana iban ultimando detalles de la fiesta, mientras las jovencitas se encargaban de la venta de los números. Mi padre ya había comprado varias rifas, por lo que, cuando se acercó mi madre a venderle vio que tenía varias en la mano y le dijo muy decidida: 'a usted no le vendo porque ya tiene muchas'. Nunca entenderé por qué aquella frase, un poco mandona, hizo que mi padre quedara enamorado. Con un amor que le duraría hasta su muerte, 48 años después. Como mi madre no quiso venderla la rifa, mi padre le pidió el carnet de baile que llevaba colgado con un cordoncito. Era una libretita donde los caballeros anotaban las piezas en las que querían bailar con la dama. Mi padre se puso el carnet en el bolsillo y le anunció: 'Ahora te tendrás que quedar conmigo'. Que mi madre, gran bailarina, aceptara eso, significaba que el flechazo había sido mutuo”.

Todavía quedaba otra muestra de amor a primera instancia. “En ese tiempo, a la reina del baile no se la elegía con desfiles con poca ropa, sino que se remataba un gran ramo y el hombre que lo comprara elegía a la reina, regalándole las flores”.

Hacerse acreedor del premio mayor no fue fácil y Enrique debió gastar más de lo que pensaba. Dos caballeros se disputaban el ramo. “La otra persona era el jefe de mi papá. En un momento le dijo que si no le alcanzaba la plata, él le prestaba. Finalmente, mi papá compró el ramo, por una cantidad superior a su sueldo, y se lo entregó a Norma. Mi abuela, desconfiada, no creyó que se tratara de amor a primera vista, ni que fuera la primera vez que se veían, por lo que no la dejó salir a la calle por tres días”.

Al parecer, las fechas patrias inspiraban a Enrique. “El 25 de mayo, mi padre ya cansado de rondar inútilmente por la casa de mi madre, tocó el timbre y pidió hablar con mi abuelo. Él quería que le permitiera ser el novio oficial de Norma, su hija, aunque había que tener en cuenta lo que mi padre le ofrecía a simple vista: un alemán sin familia en el país, con fama de picaflor, socialista y endeudado. Sin embargo, don Nicola, con un corazón más grande que su cerebro, aprobó la relación. A pesar de que mi abuela desconfiaba de la unión y una de mis tías aseguraba que el galán la pretendía a ella y no a Norma”. Le pidió la mano el 25 de mayo, se comprometieron el 9 de julio y se casaron el 8 de octubre. Todo del año 1921.

“El noviazgo siguió, primero, con las visitas normales, pero luego por correspondencia desde Punta Alta a Capital Federal, adonde mi papá se había trasladado para poder trabajar en su oficio de tallador de brillantes. También, además de preparar lo que sería su vivienda, atendía en los círculos socialistas a los inmigrantes que necesitaban aprender el castellano. Finalmente, el 8 de octubre de 1921 pudo viajar para casarse. Fueron a alquilar una casa en La Boca, pero como mi papá quería tener la casa propia, compró un terreno en Villa Ballester, porque había una comunidad alemana. Cuando yo nací (1928), él ya estaba dedicado a esa comunidad y luego debió abandonarla porque cuando empezó el nazismo se opuso a que colgaran la bandera nazi. Lo echaron y se deprimió mucho”.

Enrique y Norma pasaron 48 años juntos. “Mi padre se murió enamorado”. Idealista, soñador, comprometido con la enseñanza y aventurero, Enrique es uno de los héroes de su hija Norma, quien conserva imágenes que complementan y llenan de luz esta historia. “Quería contar la historia de amor de mis padres aunque quizá resulte incomprensible para el mundo actual, pero para mí, aun a los 81 años, sigue siendo algo hermoso para recordar”.


Publicado en Revista CONTÁ Y GANÁ Nº9

lunes, 29 de marzo de 2010

Niños piel de cristal

Por Nadia Galán

La Epidermólisis Bulosa es enfermedad considerada rara y sumamente cruel. Produce ampollas y pérdida de la piel al mínimo roce. A quienes la padecen se los conoce como “los chicos con piel de cristal o de mariposa”. A pesar de lo doloroso que puede resultarles los cuidados, tratamientos y curaciones, sus familiares y ellos mismos luchan por vivir lo mejor posible rodeados de amor a pesar de la escasez de información y recursos. “Queremos que tengan una vida normal”.



La Epidermólisis Bulosa (EB) es una enfermedad crónica, hereditaria y no contagiosa que aparece en los chicos desde el mismo momento del nacimiento o a los pocos meses de vida, que se caracterizan por tener una piel muy sensible en la que se les generan ampollas al mínimo roce o fricción. Por esta razón, los cuidados y curaciones son constantes y, al mismo tiempo, muy dolorosos. Los chicos con piel de cristal o de mariposa, deben estar resguardados tanto del frío, porque les hace doler la piel, como del calor, por que les da picazón. Aunque sin alejarlos de la posibilidad de sociabilizarse y compartir la vida.

La Fundación Debra (Distrophic Epidermolysis Bullosa Research Association, Asociación de Investigación de Epidermolisis Bullosa Distrófica), es primera y única organización en Argentina en especializarse en el tema. Ellos aseguran que existen en el país casi 400 chicos con esta enfermedad, aunque solamente las familias de 170 se contactaron con ellos para informarse. Debra nació por iniciativa de padres dispuestos a ayudar a otros, luego de perder a su hijo producto de esta enfermedad.

La historia de la familia Troncoso es sólo uno de los casos. Silvia y Sebastián esperaron la llegada de su primer hijo, Matías, quién traería consigo pruebas, reproches, amor, cuidados y un nuevo comienzo.

“A Sebastián lo conocí cuando él tenía 21 años y yo, 26. Estuvimos unos cinco años de novios y cuando quedé embarazada, nos casamos. Yo ya había tenido de soltera a mis dos primeras hijas, Dalila e Irene. Matías nació con algunas ampollas en el cuerpito, y sin piel en los pies y en las manos. Desde el primer momento me dijeron que tenía EB pero no me explicaron de qué se trataba la enfermedad y me aseguraron que se le iba a pasar. Yo pensaba que se le iba a ir, pero a medida que iba pasando el tiempo, las ampollas y las heridas eran cada vez más espantosas”.

Las primeras horas y días de Matías no fueron fáciles. “Pasó mucho tiempo internado porque como lo hicieron madurar de golpe, ya que nació de seis meses de gestación porque corría riesgo de aborto espontáneo, no se le desarrolló completamente la garganta. Esto le ocasionaba que cuando comía o le daba la leche no le fuera al estómago sino al pulmón. Entonces tuvo una infección en la sangre por lo que debió estar mucho tiempo en el hospital. De esto se dieron cuenta tiempo después por lo que ahora se alimenta por un botón gástrico (gastroctomía), y así puede incorporar un alimento muy digerible preparado especialmente). Además sufrió dos paros cardiorespiratorios por lo que le daban pocos días de vida, pero acá está con nosotros”.

La psicóloga y vicepresidente de Debra, Stella Maris Vulcano explica que “la EB es una enfermedad crónica, que suele manifestarse al nacer o en los primeros meses de vida, apareciendo erosiones y ampollas, muchas veces dolorosas. Por esta problemática, los chicos son susceptibles a presentar mayor incidencia de infecciones, retraso en el crecimiento y desnutrición. La EB se produce por falta de colágeno, que es lo que le da elasticidad a la piel. Esta carencia hace que se cicatricen mal las heridas, no pueden estirar los brazos ni las piernas y tienden a encorvarse. Lo importante es que en los primeros años de vida, los papás intenten que los chicos se estiren. Pero como al hacer este ejercicio se le producen ampollas, entonces muchos papás prefieren no hacerlo, pero que se queden acostados o todo el día sentado es contraproducente, y nadie lo dice. Por eso creemos que una de las funciones de la fundación es informar a los padres desde nuestra experiencia y conocimientos. Cuando nace un chico con EB nos gustaría que se acerquen a la fundación. Nosotros no vamos a dar soluciones mágicas, pero podemos acompañarlos, guiarlos, intercambiar experiencias y ayudarlos en todo lo que se pueda. Hoy no hay soluciones, pero podemos informar la manera de no generarle heridas futuras”.

Stella habla desde su faceta profesional, pero sobre todo, por su experiencia como madre de Tomás, quién tuvo esta enfermedad (ver recuadro).

Al tratarse de una enfermedad rara, sin cura ni tratamiento -por el momento-, no se encuentra mucha información al respecto, ni profesionales completamente interiorizados en el tema. “De esta enfermedad nos fuimos enterando de a poco, porque al principio no quería leer mucho. Mis cuñadas e hijas me bajaban información de Internet, consultaba con algunos médicos y padres de otros chicos con EB. Los padres en la mayoría de los casos, sabemos mucho más que los médicos”, asegura Silvia.

Esta enfermedad también afecta la sensibilidad y economía del núcleo familiar. “Nosotros estábamos bien económicamente. Los dos trabajábamos, nos dábamos nuestros gustos. Teníamos vacaciones largas y los fines de semana salíamos con mis dos hijas más grandes. Todo esto a nosotros nos cambió completamente la vida. Vendimos el auto, muebles, el bote, los muebles de la casa y nos quedamos sin nada para comprarle los remedios, la leche, las vendas y los insumos, que son muy caros. Después del nacimiento de Matías tuve que dejar de trabajar y Sebastián, que alquilaba un taller mecánico, se quedó sin trabajo, por que ya no nos alcanzaba la plata para mantenerlo”.

La relación de pareja también se vio afectada. “Matías tenía un año y medio y yo estaba embarazada de Lucas. Un día salí del hospital, donde estuvo internado durante seis meses, y no estaba ni mi marido, ni sus cosas. Sebastián me llamaba todos los días por teléfono, nunca nos abandonó: se fue porque decía que estaba cansado, saturado porque para mí era todo Matías, y necesitaba pensar y acomodar sus ideas. Igual le pedí el divorcio. Él no lo aceptó y nos seguimos viendo”.

Lucas nació sano y Sebastián, a pesar de las idas y vueltas, quería incorporar a la familia a la nena. “Me hicieron estudios, le preguntamos a la genetista qué posibilidades había de que naciera con EB y nos dijo que era imposible que se repitiera porque Matías tenía el 100 por ciento de probabilidades. Cuando nació Sofía, me la mostraron y me dijeron que tenía lastimada la boca y no sabían lo que tenía. Me puse a llorar”.

La pareja se reencontró. “A pesar de todo lo que pasamos, Sebastián siempre fue mi sostén y el que permite que no me desmorone y que siempre siga mirando para delante y luchando por nuestros hijos”.

El cuidado debe ser constante, y el tratamiento está muy cercano a la prueba y el error. “Tenemos que cuidarlos todo el tiempo y principalmente al bañarlos. Por ejemplo me lleva casi dos horas bañarla a Sofía de un año y medio, porque tenés que hacerlo con un líquido especial, hay que secarla, humectarla con cremas, ponerle las gasas y las vendas, cortarle la piel que le sobra o la que tenga seca.

Matias nos lleva más tiempo porque tiene el cuerpo completamente ampollado y también internamente.

Además es un nene de 8 años, de 30 kilos en una bañera para bebé. Es muy incómodo pero no puedo comprar una bañera grande. Tampoco puedo abrirle la ducha, por que lo lastimo. Ni siquiera puedo darle un beso. Nunca lo pude abrazar, besar, alzar a upa, porque lo de él fue más complicado y los desconocimientos eran mayores. Ahora teniendo la experiencia con Matías, mejoramos los cuidados con Sofía. A ella sí puedo darle estas cosas porque su cuerpo está mejor y además no pasó por todo lo que pasó Matías. Él tuvo muchas infecciones en la piel porque vivíamos en un lugar bastante precario, con una sola habitación en donde dormíamos cinco personas, sin aire, sin ventilador y sin ventanas”, detalla Silvia.

El tratamiento de rutina: Es necesario pincharles y drenarles las ampollas, curarles las heridas, ponerles gasas para que no se infecten y vendas para protegerlos de futuras lastimaduras. “Hicimos cursos para atenderlos nosotros. Nos dejan entrar al quirófano y los médicos nos explican los procedimientos: como sacar el botón, ponerle una sonda, hacerle un enema. Tenés que aprender si o si porque sino te la pasás en el hospital, y eso es traumante para el chico”.

La psicóloga Vulcano explica que “en principio los padres atraviesan un periodo de desinformación, aislamiento y discriminación que perturba a todo el grupo familiar. Comienzan a producirse conflictos con los hermanos que sienten que toda la atención es dirigida hacia el hermano con EB. Otro aspecto es el impacto sobre la pareja, culpas, reproches van invadiendo el vínculo y a esto se suma la ruptura de los lazos sociales, porque no se puede continuar el ritmo de vida que se tenía antes del nacimiento del niño. Los amigos se alejan muchas veces por no saber como actuar frente a la enfermedad, no más salidas, no más amigos en casa, nada vuelve a ser como antes. Los padres pasan a cumplir un rol para el que no estaban preparados: ser enfermeros de su propio hijo. Toda esta conflictiva familiar empeora cuando la situación económica no es buena, ya que es una enfermedad que requiere de una buena cobertura médica, aunque en la mayoría de los casos no llega a cubrir todo lo que requiere un paciente con EB. Debra intenta acompañar este proceso de aceptación que deben atravesar la familia, intentando dar un espacio para el diálogo, la información y la escucha entre pares. Ademas, la fundación realiza un trabajo en equipo con el Ministerio de Acción Social para poder asesorar sobre los derechos que tienen los niños con epidermolisis”.

En primera persona. “Con todo esto la familia se desmorona. Mis hijas ahora están un poco enojadas conmigo porque dicen que no les presto la atención necesaria. Aunque uno quisiera tener el tiempo para atender a todos por igual, no te alcanzan las horas. Yo no tengo una enfermera para que me los cuide. En la fundación hay psicólogos que nos ayudan y el contacto con las otras mamás en Debra también es muy positivo. Ellos nos pusieron en contacto con el ministerio para que nos den gasas e insumos que no alcanzábamos a comprar y nos dieron una casa de dos pisos y cinco habitaciones para vivir. La fundación es la que más nos ayuda pero somos muchas familias con esta problemática”, destaca Silvia.

Y aún así, la niñez no se posterga. “Si Matías quiere un helado y está lloviendo, salimos corriendo a comprárselo. A él le gusta pintar, leer y mirar películas, y a Sofía bailar cuarteto y salsa. Mi mamá siempre me dice que por algo Dios nos mandó a estos nenes y los médicos me dicen que es como el juego de la oca, si te toca te toca. Pero creo que ellos tuvieron la suerte de tener una mamá como yo, que no los deja solos, los cuida. No es por mandarme la parte ni mucho menos, sino que es lo que siento. Yo doy todo por ellos. Es una satisfacción para mí que los médicos me digan que están bien cuidados y alimentados. Y es un orgullo verlos sonreír y contentos. Ellos son felices a pesar de todo lo que están pasando. Tratamos de darle una vida normal. En el hospital nos dicen siempre: 'como alguna vez pusimos en la historia clínica: hay problemas familiares; ahora ponemos que son un ejemplo de familia'”.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Ni la polio pudo con Esmera López


Su nombre implica lucimiento y esfuerzo. A Esmera López la vida no le fue fácil, y no reniega de su silla de ruedas que forma parte de su vida, luego de que contrajera poliomielitis en 1953. La escasa movilidad de su cuerpo no la limitó para ser pintora, cantante y poeta.


Esmera era una nena muy activa, le gustaba estar siempre en movimiento, valiéndose por sí misma. Jugando, corriendo, riendo y cantando. Iba con sus cuadernos de hojas blancas a todos lados, esperándolas para que sean cubiertas con nuevas palabras, rimas, poemas o algún cuento.

“Me hace mal hablar de todo esto”, dice, pero despacito fue entrando en confianza y se amigó con el grabador de periodista. Tomó aire y fuerzas para recordar aquel año tan duro (y los que le siguieron con la rehabilitación), que le cambiaron la vida, pero no lograron derribarla: “Yo nunca me enfermaba. Fui muy sana hasta mis 10 años que contraje polio. Durante el tiempo de sequías era muy peligrosa la enfermedad. Yo fui la única de mi familia que la padecí. Fue muy feo. Me agarró en la pierna. No podía mover los brazos ni las piernas. Se tiene una fiebre muy fuerte y después mucho dolor en los músculos. Es una enfermedad muy rápida, porque yo sentía dolores y, en una semana, me atacó. Estuve un mes en cama. Nadie sabía qué era lo que tenía. No sabíamos nada de la enfermedad. En esa época no se hablaba de la polio y se me trataba como si fuera un reumatismo. Después hubo una creciente, una inundación muy fuerte, y no me pudieron sacar de ahí, porque estábamos en el campo. Habíamos quedado rodeados por el agua”, recuerda con precisión cinematográfica.

“En esa época estaba como presidente (Juan Domingo) Perón y como mi caso era muy raro, iban a mandar un avión para que me trajeran a Buenos Aires. Pero la noche que me enfermé no me podían sacar de mi casa, entonces me tuvieron que llevar otro día hasta el hospital, en carro. No sé qué pasó con ese avión que había solicitado mi médico del Chaco para que me trajeran a Buenos Aires. Hay muchas cosas que no recuerdo. Estaba como inconsciente”.

Esmera nació en 1943 en un pueblito del Chaco llamado Machagay. Es la tercera de nueve hermanos y se crió en el campo junto a sus padres, primos y vecinos. “Tuvimos una niñez muy hermosa. Mi papá trabajaba en el campo y nosotros lo ayudábamos, pero lo hacíamos como juego, como diversión. Me gusta mucho la naturaleza y estar en contacto con la tierra. Nos la pasábamos jugando con nuestros primos y con otros chicos, porque había muchos chicos en la vecindad. Íbamos a la escuela dos o tres veces a la semana, por lo lejos que quedaba, y el resto de los días nos enseñaba una tía. En la escuela nos daban muchos deberes y los teníamos que hacer con ella. Me gustaba estudiar, leer mucho y hacer los deberes”.

Creció entre la naturaleza, la fe en Dios y en la Virgen, y entre todas las manifestaciones artísticas. “Todo lo que es arte, me gusta. Desde chiquita dibujaba con lápices y me gustaba hacer muñecos de barro, pero a mi madre no, porque me ensuciaba toda y después ella tenía que lavar la ropa -lo recuerda entre risas interminables, y junta fuerzas para continuar-. Ella se llamaba Blacia López y llevó su apellido, porque en esa época se usaba en las provincias, y más en zonas rurales, que la madre se encargara de anotar a los chicos, porque el hombre no podía perder tiempo, debía trabajar.

“Mis padres fueron muy buenos conmigo y mis hermanos. Siempre me apoyaron y me alentaban con cada una de mis obras. Ellos eran muy amigos con nosotros, nos acompañaban, nunca nos pegaron. Generalmente nos portábamos bien, pero hacíamos algunas travesuras, como todo chico. Si mi mamá se enojaba mucho, nos ponía enfrente de la Virgen, porque en nuestra casa teníamos un altar. Nos dejaba frente a sus ojos para que le pidiéramos disculpas por lo que habíamos hecho. Era una vergüenza estar enfrente de la Virgen por haber hecho algo mal, porque no sabés lo que la Virgen está pensando (se ríe)”.
Con sus 66 años, Esmera se emociona al recordar los tiempos de su niñez, cuando estaban todos juntos y eran una gran familia. El hablar de su tierra, su Chaco natal, también es motivo de emoción. No puede controlar las lágrimas al intentar hablar, recordar, pintar en su imaginación cada momento, para luego volcarlo en palabras.

Su lucha comenzó de muy chica, y aunque estuvo acompañada por su familia, sólo ella sabe lo que le costó recuperar la movilidad disminuida. En los tiempos en que se enfermó, su mamá y una de sus hermanitas viajaron en tren con Esmera a Buenos Aires para encontrar un paliativo a su mal. “Vinimos en tren, en un camarote con médicos y enfermeras. Estuve en el Hospital Muñiz y después terminé mi rehabilitación en el Instituto Nacional del Lisiado. Tuve que hacer mucha rehabilitación, todo muy despacio, y aprender de nuevo todo. Empecé a usar la mano izquierda y a adaptarme a esta nueva vida.

Me tuvieron que injertar el dedo gordo de la mano izquierda. Me daba mucha impresión tener algo de otra persona. Yo le preguntaba todo al médico. Quería saber lo que me iban a hacer. Al principio no me gustaba mi mano, pero ahora me encanta. La amo. Gracias a ella puedo pintar”.

Tenía 10 años y una vida llena de sueños. Habrá sido, como ella asegura, uno de los primeros casos, porque la gran epidemia llegaría tres años después y mantendría en vilo al mundo. Esta enfermedad viral (hoy, casi erradicada) atacó a unos cuatro mil chicos, sus principales damnificados, de los cuales murieron tres mil. Para entonces, se desconocía el origen de la enfermedad, mientras los científicos estadounidenses Salk y Sabin diseñaron por separado las vacunas salvadoras. El modo de prevención que se utilizaba era demasiado casero para la problemática del momento: se pintaban los árboles y los cordones de las calles de cada barrio con cal y se colgaba del cuello de cada niño una bolsita con alcanfor porque se creía que esta sustancia evitaba el contagio.

A Esmera la enfermedad la atacó en una pierna y le fue invadiendo todo el cuerpo. Hoy se encuentra en silla de ruedas y sólo puede mover la pierna derecha, un poco el brazo izquierdo y, de manera más ágil, esa misma mano, con la que pinta.

“Me recuperé en el Hospital Muñiz, en donde había un sector para discapacitados. Después de que me pasó a mí, en el ´56 con la gran epidemia que hubo, aumentó el número de pacientes con polio en ese sector. Estuve un año en cama. Me hacían bañoterapia para aflojar los músculos: me ponían en una pileta de aluminio con agua caliente, con un termómetro, y yo no sentía nada. Además, me hacían mucha gimnasia, ejercicios y masajes. De a poquito, me empezaron a parar, aunque yo no quería. Parecía un bebé, era horrible eso. Tenía muchos aparatos en las piernas. Estaba inmovilizada. No podía mover los brazos, ni las piernas. Nada. Comía a través de sonda. Estuve un día con un pulmotor por que no podía respirar. Es que afecta el tórax y los pulmones. Menos mal que pasó todo eso. Hubo un momento en el que, con mucho esfuerzo, me paraba sola. Pero la silla no me impidió nada. La silla fue mis piernas, pero yo intentaba caminar como ejercicio”.

Esmera estuvo la mayor parte del tiempo alejada de su familia, porque “mi mamá tuvo que regresar a mi provincia para cuidar a mis hermanos. No sabía que me iba a poder arreglar sola. Cuando se fue, me dije: '¿qué va a ser de mí?'. Los médicos no me dejaron sola y únicamente recibía la visita de mi madrina, la actriz Dora Prince, que trabajó mucho en obras de comedia y en la televisión. Nos conocimos cuando estuve internada en el primer centro de rehabilitación y nos hicimos muy amigas. Estuvimos siempre juntas. Me acompañó siempre y en todo”.

Lo que ella hacía con toda naturalidad en el Chaco antes del ´53, ahora iba a resultar uno de sus métodos de rehabilitación. “El ejercicio de la pintura y del dibujo era ideal para empezar a mover los dedos. En el hospital empecé a pintar con tizas, porque sólo podía mover cuatro dedos. Comencé a dibujar como ejercicio en la rehabilitación, y terminó siendo una herramienta de trabajo y un hobby.

Cuando los profesores me daban las clases, me decían que lo hacía muy bien. Ellos me felicitaban siempre y aseguraban que parecía que tenía años de clases de dibujo. De a poco me fui perfeccionando y tomando todo lo necesario de cada uno de los profesores que tuve, pero siempre buscando mi estilo”.

La pintura es la forma de expresión que encontró Esmera en los momentos más difíciles de su vida. Hoy sigue siendo la forma de dejar su marca en esta vida, de ocupar su tiempo y dejar volar su imaginación cuando su pulso se lo permite. “Me gusta pintar muchas cosas: caricaturas, la danza del tango, las costumbres bien argentinas (pulperías, gauchos), la Virgen, Jesús, animales y personas. Todo. Pero para mí, lo más importante es darle vida a los cuadros. Le hice un cuadro de los gatitos de la asistente social del Hogar San José, en el que vivo actualmente. Ella me trajo una foto de ellos y lo hice. Me encanta ver y acentuar las expresiones de la cara. También dibujé a Tita Merello y a Hugo Del Carril”.

La mayoría de los pasillos del Hogar San José, de la localidad de San Martín, están decorados con cuadros y frases de Esmera. Sus obras se destacan por su explosión de vida, luz y color. “Me encantan los colores, por eso también los elijo para mi cabello”, justifica el rojo rabioso de su pelo que está siempre arreglado, porque es muy coqueta y no lo niega.

Muchos de sus cuadros también viajaron. “Generalmente regalo muchos cuadros, pero en Alemania los vendí, a través de un amigo que conocí en uno de los hogares en los que viví. La verdad, que me los hayan comprado me sorprendió mucho y me emocionó, porque es una manera de demostrarte que valoran lo que hacés. Vendí más de cuarenta”.

Ella no pinta en todo momento sino “sólo cuando me siento bien, tengo fuerza mental y buen pulso, porque a veces me levanto mal y me cuesta pintar. Prefiero hacerlo por la mañana porque tengo más energía. El calor me afecta un poco y a veces me tomo algunos descansos. Como con el cuadrito de Jesús (se ríe) que tengo sobre la silla, ya dibujado pero le faltan los colores”. Esmera es la encargada del taller de pintura del Hogar. “Matías, el profesor del taller, me ayuda en la técnica. Me remarca con fibrón algunas líneas de los dibujos para que no se me pase la pintura. Además, le enseño pintura a los chicos del barrio que vienen a veces, y a Leo, mi compañero. Él era chofer de colectivo y jamás se había acercado a la pintura, pero le enseñé. Me sentaba al lado y lo guiaba. Pero me molestaba porque era muy lento, a mí me gusta la rapidez (se ríe), igual aprendió. En la vida hay que enseñar todo lo que se pueda. Cuando regresé al Chaco después de los seis años de rehabilitación, le daba clases a unos 20 chicos, les armaba los dibujos de los cuentos y también les ayudaba a hacer los deberes de la escuela”. Como no podía ser de otra manera, su amigo dibujó un colectivo que decora las paredes del lugar junto a otros cuadros.
“Acá, además, tenemos el taller literario y de reflexión. Me encanta porque damos opiniones sobre un tema en particular”. Esmera está en su salsa. Aunque le costó un poco adaptarse. “Mi madrina arregló todo para que pudiera ingresar a este hogar, al principio la idea no me gustaba, porque yo quería estar libre, hacer la vida como quiero. Pero me adapté porque hay muy buena gente, con la que comparto charlas, mates y puedo pintar”.
Esmera realizó la rehabilitación durante seis años alejada de su familia. El único contacto con ellos era a través de la correspondencia. “Como no recibía cartas de mi mamá le mandé una, la escribí como pude, pidiéndole que me viniera a buscar. Vino en 1959 y nos volvimos en tren, porque yo quería viajar para ver el paisaje. En el micro es muy aburrido, tenés las ventanas cerradas. No me importaba que fueran muchas horas, porque para mí era muy divertido y podía escribir poemas mientras tanto. Cuando llegamos, todo me parecía raro. Me daba mucho miedo la noche, porque en el campo no hay tanta luz como en la ciudad. Después me acostumbré a andar de noche y me gustaba mucho. Cuando teníamos que ir a actuar, andábamos por las noches sin problemas”. Esmera y su hermano formaron un grupo de música al que bautizaron, igual que su ciudad, “Los Trovadores de Quitilipi”, al que se dedicó con total seriedad, desde la silla que le permitía moverse.

“Mi hermano Nicasio actuaba como aficionado. Pero para mí eso no estaba bien, porque había que buscar el profesionalismo. Teníamos que comer gracias a la música, porque no era sólo un hobby. Era un trabajo. Armamos el dúo, yo era la voz principal y tocábamos música del Litoral. Las letras de las canciones las componía yo y mi hermano le ponía música con su guitarra. Toqué en toda mi provincia durante más de 15 años. Estudié canto en Capital Federal, hice teatro leído y me sirvió mucho para el grupo. Nos conocían todos en el Chaco. Todos mis hermanos cantaban, pero no lo hacían en público. Yo soy más caradura (se ríe). La primera vez que cantamos fue en una peña y eran las 4 de la mañana, yo tenía sueño, quería dormir, pero seguíamos cantando. El dúo lo empecé con mi hermano y después hicimos un casting para elegir a alguien de buena voz. Quedó Romero, que fue mi compañero”.

Ya un poco más grande, Esmera volvió a Buenos Aires y vivió en distintos lugares: en la casa de familiares, conocidos y hogares. “De la casa de mi hermano Pedro me fui porque me sobreprotegían mucho. 'Esto no podés hacerlo, aquello tampoco'. Yo soy libre. Hago lo que siento. A lo largo de mi vida aprendí muchas cosas porque nunca me quedé, siempre quise saber algo más: leer, entender, escribir, hasta cuando estaba con la polio. En la vida hay que luchar y formarse. La vida es un viaje. Hay que viajarla rápido, bien y feliz. Tal vez, ésta sea mi última parada”.


miércoles, 27 de enero de 2010

60 años de amistad, 2 de casados

Por Nadia Galán

Conformaron una amistad indestructible entre las familias de cada uno. Hoy, con 72 años Mabel y 83 Raúl, viven su historia de amor que sellaron dos años atrás. “Yo siempre lo vi como un amigo, no como un hombre”, dice Mabel. Las cosas cambiaron.

Jovialidad, compañerismo, compromiso, libertad, familia y mucho amor. Son valores que hablan de ellos. Así, tomados de la mano, con las marcas del paso del tiempo, pero también las de una vida disfrutada.

Mabel y Raúl pasaron décadas unidos por la amistad, pero hace dos años él le planteó las cosas de manera diferente y sellaron su historia con un par de anillos. Sin buscarla, el destino les organizó una vida bajo el mismo techo. Hoy son inseparables como eran antes, ahora como pareja.

Se los ve ansiosos por contar su particular historia. Se pisan. Aclaran. Uno completa la explicación del otro. Son la parte viviente de su propia historia y quieren trasmitir lo que sienten. Lo que sintieron, y lo que están dispuestos a vivir juntos. “Somos muy nómades, muy callejeros”, así define Mabel a la pareja. Vida les sobra y energía derrochan.

Los orígenes se remontan a 1948. Mabel era una jovencita de 11 años que vivía junto a sus padres en un chalet del Barrio de Oficiales de Esquel. Allí habían destinado a su papá, que trabajaba en la oficina de Dirección General de Tierras, en donde se encargaba de otorgar e inspeccionar terrenos fiscales. “Estábamos un año, a lo sumo dos en cada territorio. Vivimos en todo el país”, destaca Lala, como la llaman los allegados.

Era muy compinche de su padre, lo acompañaba en cada recorrida por los barrios, porque para eso fue formada. “Una vez fuimos a visitar unos ranchos con piso de tierra. Él me dijo: ‘mirá hijita, ahora vamos a un lugar donde hay gente muy humilde, pero muy cariñosa. Te sirvan lo que te sirvan, vos tomalo como si fuese el mejor de los manjares. No tienen piso, pero vos hacé de cuenta que tienen alfombras. Te tenés que desenvolver igual que como te eduqué para la gobernación’. Mi papá me tenía que educar para ir a una cena o recibir al Gobernador en casa, como para ir a barrios humildes. Eso te prepara para la vida. Educar a los chicos mostrándoles lo bueno y lo malo de la vida, pero apreciando las cosas con la misma sonrisa. Esa es la esencia de la vida y lo que te lleva a ser feliz, con mucho o con poco. Lo tenés, lo disfrutas; si no lo tenés disfrutas igual, de otra manera”.

Raúl tenía 22 años y era parte de las fuerzas armadas. Al igual que a la familia de Mabel, le habían asignado Esquel como destino. Junto con su flamante esposa, Emilse, llegaron al Barrio de Oficiales y se instalaron en un chalet frente a la casa de Lala.

“Llegué a Esquel en el año ‘48 recién casado con ‘Beba’. Me asignan una casa frente a la de los padres de Mabel y nos hicimos muy amigos. Tanto que la mamá de ella es la madrina de mi hija”, cuenta Raúl. “Con 60 años de amistad -agrega Lala-, su familia se transformó en parte de la mía y al revés. No había acontecimiento malo o bueno en el que no nos juntáramos”.

Fueron vecinos solamente un año, porque a Raúl lo volvieron a trasladar. Ahora su destino era Cholila, Chubut. Pero no fueron los únicos en mudarse. En el ´51, Mabel y su familia partieron a Tierra del Fuego, remoto lugar al que habían enviado a su padre.

Mabel reconoce que: “Beba y mi mamá fueron dos mujeres increíbles porque siguieron a sus esposos a todos lados. Pasaban de las mejores casas a los peores de los ranchos. De tener un timbre debajo de la mesa en el chalet de Esquel, a no tener ningún tipo de comodidades. Todo para seguirlos a ellos”.

Las distancias no fueron impedimentos para continuar la amistad entre ambas familias. “Nosotros seguíamos viéndonos y nos visitábamos”, aclara Raúl.

Fue en el domicilio más austral que tuvo, donde Mabel conoció a su gran amor. Lala para ese entonces tenía 15 años y Roberto se había enamorado. Pero en poco tiempo su familia debió mudarse nuevamente, y ahora a Buenos Aires. “Cuando a mi papá lo destinan a Buenos Aires, Roberto se desesperó. Él me pretendía y entonces pidió el traslado a Capital”, recuerda Mabel, emocionada.

Roberto consiguió el pase a Buenos Aires para seguir los pasos de Mabel. Cuatro años más tarde, Lala y Tito se casaron. “Elegimos Monte Grande para vivir porque nos parecía lo más cercano a la idea de barrio”, cuenta. Allí tuvieron dos hijos: Roberto y Osvaldo.

Cuando murió Tito (después de 15 años de casados), que era un ser excepcional, Lala empezó a darse cuenta de lo que era la vida, porque hasta ese momento era una nena mimada y los demás se encargaban de todo. Primero sus padres y después, Roberto”, recuerda Raúl. “Hasta los 34 años, que quedé viuda, no sabía qué era ir a pagar un impuesto”, ilustra Mabel.

Al quedar viuda, ella se dedicó exclusivamente a cuidar y criar a sus hijos y a experimentar la vida: teatro, canto, actividades físicas variadas, bicicleta, viajaba, conocía, recorría. “Fui mochilera durante casi 60 años”.

Conocer y viajar era su nueva y eterna meta, por eso tenía una alcancía en donde iba colocando plata, “cuando se llenaba, la vaciaba, la depositaba y seguía juntando. Y después viajaba. He recorrido mucho”. Nunca pensó en rehacer su vida junto a otro hombre, porque para ella, su gran amor ya se había ido y desde entonces era tiempo de otras cuestiones.

Raúl continuaba su vida junto a Emilse, con la que tuvo dos hijos. En el 2000, Beba contrae una enfermedad. “Desde ese año mi esposa estuvo muy mal por cáncer. Yo vivía de enfermero. Cuando me compraba un auto, lo primero que había que probar era si entraba la silla de ruedas en el baúl, y dormíamos en camas separadas para no perjudicarla”, recuerda.

En 2007, Beba muere. “Mi señora siempre me decía: ‘si hay una chica que se merece algo lindo en el fin de sus días, es Mabel. Y si alguna vez yo muero, porque voy a morir antes que vos, me gustaría que te casaras con ella’. Yo no le hacía caso”.

Cuenta Raúl, que en ese momento vivía en Mendoza, que “a los siete meses de la muerte de mi esposa, decidí ir a Buenos Aires a pedirle matrimonio a Mabel. Es que yo no sirvo para estar solo”, se sincera.

Raúl tomó su auto con destino al corazón de Mabel. “En la República Argentina cuando hay algo importante que arreglar, se organiza un desayuno o un almuerzo de trabajo. Todo se resuelve así”, le dijo Raúl a Lala cuando la invitó a almorzar en Capital Federal. “Ella no me interpretó, no entendió mis intenciones”, aclara.

Lala recuerda ese confuso día: “Yo estaba en Capital porque me encontraba con mi hijo que volvía de Mar del Plata. Y ese mismo día me llama Raúl para que almorcemos porque acababa de llegar de Mendoza, entonces pedí que nos juntáramos los tres. Comimos y cuando me tenía que volver, Raúl me dijo que me iba a llevar a mi casa. Le dije que no, que no lo iba a hacer manejar hasta Monte Grande solamente para que me llevara”, detalla Lala.

Después de debatir si la alcanzaba hasta la casa o no, aceptó la cordialidad de su amigo. “Veníamos hablando de bueyes perdidos y me dijo: ‘ahora callate un poquito’. Y me lanza la propuesta de matrimonio. En ese momento llama la hija de Raúl preguntándole cómo le estaba yendo conmigo”, cuenta Lala.

Raúl se apresura a agregar que: “cuando mi hija me preguntó qué iba a hacer a Buenos Aires, yo le dije que iba a pedirle matrimonio a Mabel. Ella me respondió ‘fantástico viejo’”.

El caballero de la historia tenía el aval de sus hijos y pronto consiguió el visto bueno de los de Mabel.

Mabel no iba a permitir que él tuviera la última palabra, entonces le retrucó: ‘Ahora te vas a callar vos y me vas a escuchar: yo tengo clarísimo lo que quiero de mi vida, tengo mis hijos que quiero con el alma, tengo una actividad diferente todos los días, mis dos grupos de amigas y mi vida armada. Yo no quiero conformar una familia, yo ni siquiera puedo ofrecerte ser una compañera de vida, aunque no sea tu esposa, porque yo ya tengo armada mi estructura. Vos sabes que en 34 años yo no pensé en rehacer una familia. Mi gran amor fue mi marido. En Mendoza sobran señoras que quieren casarse, así que no Raúl, no’”.

Lala cuenta que quería bajarse del auto, y que la tragara la tierra. “Jamás me hubiese imaginado, porque para mí era como de mi familia.”

A partir de ese día, Raúl fue todos los días a Monte Grande. “No quería que fuera más a mi casa. Ya no era más mi Raúl, era un hombre. Me violentaba que viniera y para colmo, los hijos de él y los míos lo llamaban y le decían que ellos eran sus soldaditos, porque él era de gendarmería y estaban de su lado”, cuenta Lala, ahora divertida.

Yo estaba tan sacada, tan mal con lo que me había dicho, que los llamé a mis hijos para contarles todo. Ellos sabían todo lo que yo hacía de mi vida, entonces mi hijo Osvaldo me dijo: ‘mamá, todo aquello que hagas que te haga feliz, bienvenido sea. La única que lo puede decidir sos vos’ y mi hijo Roberto opinó: ‘nadie te va a querer y cuidar como Raúl’. Desde ahí me llenaron la cabeza por un lado y por el otro. Mi gran amor por él como amigo era muy fuerte, pero también me sentía tan mal; queriéndola yo tanto a Beba... Eran muchos sentimientos encontrados. Pero la verdad que Raúl es un ser muy noble y terminó convenciéndome. Y hoy estamos increíblemente bien”, relata detalladamente Mabel, una mujer alta, elegante y desbordada de sentimientos.

Cuatro meses le llevó a Raúl el cortejo hasta escuchar el sí de Mabel. En una cena en la casa de su hija en Mendoza se comprometieron. Luego estamparon su firma en el registro civil de Monte Grande y finalmente, culminaron su celebración en la capilla de la Escuela de Gendarmería. “Fue algo muy sobrio, muy respetuoso porque no había nada que festejar, por lo reciente de lo de Beba”, aclara Lala.

Luego del sí, las valijas. El cuenta kilómetros es un símbolo de lo que es su matrimonio. “Todavía no hace dos años que estamos casados y ya hemos viajado mucho. Hicimos más de 6o mil kilómetros en el auto”, cuenta Raúl.

Recorrieron toda la Argentina, visitaron Chile, regresaron al Barrio de Oficiales a ver cómo estaban sus casas. Viajaron a Panamá y a Cuba. “Yo he volado en helicóptero, aviones, pero nunca había hecho parapente, y allí, me animé y lo hice”.

La actividad física y mental es parte de sus vidas. Juntos realizaron cursos de computación e internet, juegan al scrabble, palitos chinos, realizan puzzle de hasta mil piezas, caminan, cantan. “Cantamos siempre. Raúl es como un tenor trasnochado, me encanta”, dice Mabel, quién deja un mensaje final para que no se olviden de su historia: “Les pido que se acuerden de mí y agarren un bolsito, una mochilita, lo que sea, y se vayan a cualquier lado. No hace falta gran cantidad de dinero. Se crece mucho en la vida viajando”, aconseja.


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martes, 5 de enero de 2010

Un chico menos en la calle

Mario estaba acostumbrado a vivir solo, y le agradaba. Un día, sin buscarlo, Alejandro le ofreció unaexhibición de malabares en el corte de un semáforo cualquiera a cambio de unas monedas. No fue un chico más pidiendo, y tampoco un conductor cualquiera. Hoy hace más de un año que Mario es el “papá” de Ale y pudo cambiarle el destino a un chico en situación de calle, ya que recuperó peso, va a la escuela y es el mejor alumno y compañero.

Vivían dos realidades totalmente distintas, en dos generaciones diferentes. Mario tenía 43 años, unavida armada, una rutina cotidiana, y una heladera casi vacía por olvido, que lo esperaba todas las tardes o noches, luego de terminar su jornada laboral. En cambio, Alejandro tenía 10 años, idas y vueltas en el colegio, una familia numerosa, y también, una heladera casi vacía pero producto de las dificultadeseconómicas que atravesaban. Por esa razón salía a la calle a ganar unas monedas con dos pelotitas de tenis. Se encontraron por primera vez en un semáforo de Gonnet, provincia de Buenos Aires. Cada uno de ellos se había fijado en el otro por alguna razón inexplicable. La luz roja dio comienzo a esta historia.

“Generalmente llegaba tarde del trabajo a casa. Tipo 20. Como siempre abría la heladera y como sucede con un solitario por elección como yo, no había nada en ella ni en ningún lado de la casa. La pregunta de todos los días: ¿qué voy a comer? estoy a fin de mes y a esa altura el delivery era un lujo que no me podía dar. Volví a sacar el auto que había guardado en el garage cuando llegué, porque creía que me podía arreglar para cenar con algo que encontrara en casa. Para comprar barato, tenía que hacer varias cuadras hacia donde hay una verdulería y carnicería. Salí de casa pensando qué prepararme con lo que comprara. Un semáforo en rojo detiene mi marcha antes de cruzar el camino Centenario. Eneso se me aparece un chico menudito, flaquito, rubiecito, descalzo, muy despierto que tenía en sus manitos dos pelotas de tenis. Me miró y me preguntó: ‘¿querés que te haga malabares?’ Lo miré,me impactó a primera vista; recuerdo esa vocecita hasta el día de hoy. Le respondí: ‘dale’. Mientras lo miro hacer sus desprolijos malabares le pregunté las mismas tontas cosas que se preguntan casi siempre a un chico: ¿cómo te llamas? ¿cuántos años tenés? Desconfiado como todo chico de la calle contesta: ‘Alejandro y tengo 10 años. ¿Vos?’, retruca. ‘Mario’, le respondo. Quiero aclarar que es la primeravez que tengo este tipo de acercamiento con un chico en situación de calle, porque la verdad es que no me gusta darles dinero, porque creo que está el padre esperándolos en la esquina para sacarles lo que juntaron. Bueno, el semáforo estaba pronto a cortar. Le dí 2 pesos y me fui con la idea de no volverlo a ver. Compré unos tomates, lechuga y un bife de costeleta. Si fuera por mí, me la pasaría comiendo asado, bifes y ensaladas. Cené, miré una película en la tele y me fui a dormir preparándome para comenzar el nuevo día de trabajo”.

Alejandro había despertado algo en Mario. Poco a poco, cruzarlo y verlo se fue convirtiendo en una costumbre. “Pasó aproximadamente una semana, y volví a cruzar por Centenario, pero por otro lado, esta vez cerca de la estación de Gonnet. Otra vez el semáforo y ahí lo vi de nuevo pidiendo una monedita, pero ahora sin las pelotas. Le dije: ‘hola, Alejandro’. Se acercó a mi auto. Traté de darle un beso, pero al principio se alejó como asustado, poniendo distancia.Luego aceptó y me lo dio. Ese beso sellaría algo entre nosotros. Dejó de pedir por un rato y se quedó charlando conmigo hasta que el semáforo me dio paso. Nos despedimos y le dí unas monedas. A partir de ese momento, yo pasaba muy seguido por el mismo lugar para tratar de verlo y hablar con él. Algunas veces lo veía, otras no”.

El objetivo de Mario era lograr que Alejandro confiara en él. No le temiera. Le creyera sus sinceras intensiones. “Siempre hablábamos con buen trato, pero él conservaba la distancia. Costaba ganarme su confianza. Pasó el tiempo. Cada vez lo veía más seguido. Él sabía donde vivía yo, porque un día lo invité a mi casa a tomar una chocolatada. Recuerdo que eran las 4 de una tarde de un día de junio de 2008. Tomamos la chocolatada y a la noche se quedó a cenar. Fuimos a comprar una hamburguesa de esas que vienen en cajita y traen un juguete. Mientras estábamos comiendo, se levantó de la mesa, se me acercó, me abrazó y me dijo: ‘gracias por invitarme a tu casa’. Nos abrazamos y le dije que podía venir cuando quisiera. Tomó esa frase al pie de la letra. Cada vez venía más seguido. Ya me había ganado su confianza. Cada vez nos sentíamos más apegado uno del otro”.

Alejandro ya sabía mucho de Mario, pero él no conocía la historia del chico. “Nunca le pregunté nada. Sinceramente, esperaba que él solo me lo dijera. Y así fue”. No quería invadirlo. Tal vez, no lo hacía, porque no quería perderlo.

Su familia se compone de ocho hermanos. Varones y mujeres en partes iguales, y una de ellas, presa por un robo calificado. Alejandro es el más chico de la familia, que se desmoronó cuando el papá de los chicos abandonó a su esposa. “La mamá de Ale, al verse abandonada se sumergió en el alcohol y quedó sin ganas de nada. Para ese entonces ella vivía con Ale, otro hijo de 12 años y otra de 16, embarazada.

Comían una sola vez por día porque contaban como único sustento el subsidio que les da el Estado. Ale fue expulsado por mala conducta de tres escuelas. Siempre contestaba de mal modo al que le preguntara algo. Un día normal de él, era levantarse a las 10 de la mañana, salir a pedir, preferentemente descalzo para que ‘larguen más’, como él me explicó, y vivir en la calle hasta las diez o doce de la noche, conviviendo con toda clase de peligros. Aspiraba nafta y ya se había pasado al pegamento. Cuando entraba a algún kiosco, robaba golosinas o lo que tenía a mano sin que lo vieran. A esta altura de los acontecimientos él me llamaba ‘tío’”, describe Mario.

Los miedos empezaron a surgir en la familia de Ale, principalmente en las hermanas. “Él le decía a la mamá que tenía un amigo grande que lo invitaba a la casa. A ella la conocí cuando él me la presentó.

Estaba desganada, sin animo, de mal semblante. En pocas palabras: entregada a su destino. Por otro lado, sus hermanos no aceptaban que estuviera conviviendo con un extraño, porque creían que tenía alguna mala intensión con el nene. Era difícil de comprenderlo. Después de algunos meses, esa actitud cambió radicalmente. Ahora saben que mi intención era ganarle una batalla a la calle con este niño, sacarlo de ese submundo, y lo logré”.

Alejandro empezó a dedicarle menos tiempo a la calle y más a compartir momentos con Mario. “Para todo esto, yo tenía a mi madre con principio de Alzheimer. Mi padre había fallecido hacía algunos años y ella vivía sola en el sur de la provincia de Buenos Aires por lo que la traje a vivir conmigo. Está en la etapa en que necesita cuidados y asistencias permanentes. Mi mejor idea fue llamar a la mamá de Ale para que la cuidara ya que estaba sin trabajo. Una decisión muy acertada de mi parte, porque dejó la bebida y es una excelente persona, confiable y responsable. Además, tengo la casa re limpita. Al estar su mama acá, Ale empezó a venir todos los días. Estábamos muy unidos, hasta que un día me pidió quedarse a dormir. Se quedó, pero para siempre”.

No fue fácil la convivencia y esta ‘sobrepoblación’ de tres personas en una casa acostumbrada al silencio, no le resultó sencillo a Mario. “Soy una persona muy solitaria y tranquila. Aprendí y me acostumbré a vivir solo. Soy hijo único y desde mi niñez fui solitario. Si bien en mi casa siempre había amigos y compañeros de escuela, nunca estudié en grupo, porque no me gustaba. Como la gran mayoría de los seres humanos, en mi juventud, década del ‘70, tenía la idea de casarme y tener hijos pero tuve la desgracia (o no), de que a todos mis amigos y compañeros les fuera muy mal en su matrimonio, y hasta algunos en su segundo matrimonio y actualmente viven en soledad. Cuando nos reuníamos para algún evento, todos me decían: ‘vos sí que tenés suerte por vivir solo’. Al ver las vicisitudes que vivían ellos, no quise padecerlas también por eso decía que no me iba a casar ni a tener hijos. Esto no quiere decir que si a alguien le va mal en algo, a todos nos va a ir de la misma manera, pero como creo que estamos en un tiempo de crisis de las familias, me hubiese deprimido y me estresaría sobremanera si hubiese tenido que vivir separado de mis hijos si mi matrimonio no fuese el adecuado. Además soy un ‘bicho raro’ en el sentido de que soy muy calmo. Si bien tuve novias, ninguna fue acorde a mi estilo de vida. Definitivamente, no encontré a mi media naranja. Aparte no soy de salir mucho, sino que prefiero quedarme en casa disfrutando de una buena película. Encontrar alguien acorde a mí en este momento, es muy difícil.

Por todo esto, tanto la convivencia con Ale, como con mi mamá, fue difícil. El vivir solo implicaba no tener compromisos y con la llegada de Ale, me costó asumirlos. Llevarlo a la escuela temprano, asistir a reuniones escolares, ir a elegir ropa para él, educación, amiguitos... De vivir en la tranquilidad absoluta, pasé a una aglomeración de niños en mi casa. Igual, con el paso del tiempo me adapté”.

Igualmente, la adaptación no fue fácil para ninguno. Algo que se les dificultó fue el tema de los límites y el cumplimiento de las reglas. “Cuando se iba a jugar, le decía que volviera a las 19, y él regresaba a las 21. Se lo repetí varias veces hasta que una noche no lo dejé entrar. Desde la puerta le dije que él no había respetado nuestro pacto, que preparará sus cosas y se fuera. Se sorprendió y se largó a llorar. Por supuesto que me rompió el alma, pero era la única manera de que comenzara a respetar ciertas reglas elementales”. Lo hizo. “A partir de allí, nunca más desobedeció, ni tuve que repetir algo más de una vez. Él me explicó su comportamiento: ‘lo que pasa es que nadie me puso límites’”.

Ahora Ale tiene su propio cuarto en la casa de Mario con juguetes y con lo necesario para la escuela aunque “duerme más en mi pieza que en la suya, porque tiene miedo”. Los dos son una familia. Crearon un vínculo indestructible. “A esta altura él me llama ‘papá’ y yo, ‘hijo’. Cada día que pasa, la unión entre nosotros es más fuerte. Está toda la semana viviendo conmigo, compartiendo todo, hasta me imita en ciertas actitudes, y los fines de semana se va a lo de su mamá para pasar más tiempo con ella y con sus hermanos”.

En diciembre del año pasado se inscribió a un desafío: la escuela, pero la superó con creces. “Teníamos que anotarlo en alguna escuela y elegimos la más cercana a mi casa, ya que vivía conmigo. Cuando vamos a anotarlo, al decir su nombre y apellido, la directora empezó con excusas y trabas porque sabía lo sucedido en las otras escuelas. Me puse firme y finalmente lo aceptaron a él como alumno y a mí como su papá, por supuesto sabiendo la verdad. Un día le pregunté por qué se había portado tan mal en la escuela como para que llegaran a la determinación de expulsarlo. Me contestó: ‘porque en casa no me prestaban atención, no hablaban conmigo, no me ayudaban a hacer los deberes, no me miraban el cuaderno. Pero no se los digas, porque se van a sentir mal y no quiero lastimarlos’”. Ale pasó de grado. El próximo año empieza cuarto con todo ‘satisfactorio’ y ‘muy satisfactorio’.

“A un año y medio de habernos conocido, está gordito, es un excelente alumno y compañero, y es el primero en levantar la mano y contestar cuando la maestra pregunta algo. En todo el ciclo lectivo faltó sólo cinco días. Su maestra, su mamá, hermanos y vecinos no pueden creer el cambio que hizo, ni yo tampoco. Hacemos los deberes y estudiamos juntos. Somos muy compinches. Es muy gentil hacia otras personas, muy vivaz y pícaro. Tiene 11 años y medio y no tiene vergüenza cuando en medio de una cola del super me abraza, me da un gran beso y me dice: ‘te quiero pa’. Cosa que a esa edad hoy en día es muy difícil. Y lo repite continuamente. Creo que existe una fórmula infalible para encaminar a alguien en situación de abandono, drogas, delincuencia que no insumen ningún gasto pecuniario: mucho amor, comprensión y dialogo”. Mario lo logró y ellos son felices.*


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