Por Nadia Galán
Conformaron una amistad indestructible entre las familias de cada uno. Hoy, con 72 años Mabel y 83 Raúl, viven su historia de amor que sellaron dos años atrás. “Yo siempre lo vi como un amigo, no como un hombre”, dice Mabel. Las cosas cambiaron.
Jovialidad, compañerismo, compromiso, libertad, familia y mucho amor. Son valores que hablan de ellos. Así, tomados de la mano, con las marcas del paso del tiempo, pero también las de una vida disfrutada.
Mabel y Raúl pasaron décadas unidos por la amistad, pero hace dos años él le planteó las cosas de manera diferente y sellaron su historia con un par de anillos. Sin buscarla, el destino les organizó una vida bajo el mismo techo. Hoy son inseparables como eran antes, ahora como pareja.
Se los ve ansiosos por contar su particular historia. Se pisan. Aclaran. Uno completa la explicación del otro. Son la parte viviente de su propia historia y quieren trasmitir lo que sienten. Lo que sintieron, y lo que están dispuestos a vivir juntos. “Somos muy nómades, muy callejeros”, así define Mabel a la pareja. Vida les sobra y energía derrochan.
Los orígenes se remontan a 1948. Mabel era una jovencita de 11 años que vivía junto a sus padres en un chalet del Barrio de Oficiales de Esquel. Allí habían destinado a su papá, que trabajaba en la oficina de Dirección General de Tierras, en donde se encargaba de otorgar e inspeccionar terrenos fiscales. “Estábamos un año, a lo sumo dos en cada territorio. Vivimos en todo el país”, destaca Lala, como la llaman los allegados.
Era muy compinche de su padre, lo acompañaba en cada recorrida por los barrios, porque para eso fue formada. “Una vez fuimos a visitar unos ranchos con piso de tierra. Él me dijo: ‘mirá hijita, ahora vamos a un lugar donde hay gente muy humilde, pero muy cariñosa. Te sirvan lo que te sirvan, vos tomalo como si fuese el mejor de los manjares. No tienen piso, pero vos hacé de cuenta que tienen alfombras. Te tenés que desenvolver igual que como te eduqué para la gobernación’. Mi papá me tenía que educar para ir a una cena o recibir al Gobernador en casa, como para ir a barrios humildes. Eso te prepara para la vida. Educar a los chicos mostrándoles lo bueno y lo malo de la vida, pero apreciando las cosas con la misma sonrisa. Esa es la esencia de la vida y lo que te lleva a ser feliz, con mucho o con poco. Lo tenés, lo disfrutas; si no lo tenés disfrutas igual, de otra manera”.
Raúl tenía 22 años y era parte de las fuerzas armadas. Al igual que a la familia de Mabel, le habían asignado Esquel como destino. Junto con su flamante esposa, Emilse, llegaron al Barrio de Oficiales y se instalaron en un chalet frente a la casa de Lala.
“Llegué a Esquel en el año ‘48 recién casado con ‘Beba’. Me asignan una casa frente a la de los padres de Mabel y nos hicimos muy amigos. Tanto que la mamá de ella es la madrina de mi hija”, cuenta Raúl. “Con 60 años de amistad -agrega Lala-, su familia se transformó en parte de la mía y al revés. No había acontecimiento malo o bueno en el que no nos juntáramos”.
Fueron vecinos solamente un año, porque a Raúl lo volvieron a trasladar. Ahora su destino era Cholila, Chubut. Pero no fueron los únicos en mudarse. En el ´51, Mabel y su familia partieron a Tierra del Fuego, remoto lugar al que habían enviado a su padre.
Mabel reconoce que: “Beba y mi mamá fueron dos mujeres increíbles porque siguieron a sus esposos a todos lados. Pasaban de las mejores casas a los peores de los ranchos. De tener un timbre debajo de la mesa en el chalet de Esquel, a no tener ningún tipo de comodidades. Todo para seguirlos a ellos”.
Las distancias no fueron impedimentos para continuar la amistad entre ambas familias. “Nosotros seguíamos viéndonos y nos visitábamos”, aclara Raúl.
Fue en el domicilio más austral que tuvo, donde Mabel conoció a su gran amor. Lala para ese entonces tenía 15 años y Roberto se había enamorado. Pero en poco tiempo su familia debió mudarse nuevamente, y ahora a Buenos Aires. “Cuando a mi papá lo destinan a Buenos Aires, Roberto se desesperó. Él me pretendía y entonces pidió el traslado a Capital”, recuerda Mabel, emocionada.
Roberto consiguió el pase a Buenos Aires para seguir los pasos de Mabel. Cuatro años más tarde, Lala y Tito se casaron. “Elegimos Monte Grande para vivir porque nos parecía lo más cercano a la idea de barrio”, cuenta. Allí tuvieron dos hijos: Roberto y Osvaldo.
“Cuando murió Tito (después de 15 años de casados), que era un ser excepcional, Lala empezó a darse cuenta de lo que era la vida, porque hasta ese momento era una nena mimada y los demás se encargaban de todo. Primero sus padres y después, Roberto”, recuerda Raúl. “Hasta los 34 años, que quedé viuda, no sabía qué era ir a pagar un impuesto”, ilustra Mabel.
Al quedar viuda, ella se dedicó exclusivamente a cuidar y criar a sus hijos y a experimentar la vida: teatro, canto, actividades físicas variadas, bicicleta, viajaba, conocía, recorría. “Fui mochilera durante casi 60 años”.
Conocer y viajar era su nueva y eterna meta, por eso tenía una alcancía en donde iba colocando plata, “cuando se llenaba, la vaciaba, la depositaba y seguía juntando. Y después viajaba. He recorrido mucho”. Nunca pensó en rehacer su vida junto a otro hombre, porque para ella, su gran amor ya se había ido y desde entonces era tiempo de otras cuestiones.
Raúl continuaba su vida junto a Emilse, con la que tuvo dos hijos. En el 2000, Beba contrae una enfermedad. “Desde ese año mi esposa estuvo muy mal por cáncer. Yo vivía de enfermero. Cuando me compraba un auto, lo primero que había que probar era si entraba la silla de ruedas en el baúl, y dormíamos en camas separadas para no perjudicarla”, recuerda.
En 2007, Beba muere. “Mi señora siempre me decía: ‘si hay una chica que se merece algo lindo en el fin de sus días, es Mabel. Y si alguna vez yo muero, porque voy a morir antes que vos, me gustaría que te casaras con ella’. Yo no le hacía caso”.
Cuenta Raúl, que en ese momento vivía en Mendoza, que “a los siete meses de la muerte de mi esposa, decidí ir a Buenos Aires a pedirle matrimonio a Mabel. Es que yo no sirvo para estar solo”, se sincera.
Raúl tomó su auto con destino al corazón de Mabel. “En la República Argentina cuando hay algo importante que arreglar, se organiza un desayuno o un almuerzo de trabajo. Todo se resuelve así”, le dijo Raúl a Lala cuando la invitó a almorzar en Capital Federal. “Ella no me interpretó, no entendió mis intenciones”, aclara.
Lala recuerda ese confuso día: “Yo estaba en Capital porque me encontraba con mi hijo que volvía de Mar del Plata. Y ese mismo día me llama Raúl para que almorcemos porque acababa de llegar de Mendoza, entonces pedí que nos juntáramos los tres. Comimos y cuando me tenía que volver, Raúl me dijo que me iba a llevar a mi casa. Le dije que no, que no lo iba a hacer manejar hasta Monte Grande solamente para que me llevara”, detalla Lala.
Después de debatir si la alcanzaba hasta la casa o no, aceptó la cordialidad de su amigo. “Veníamos hablando de bueyes perdidos y me dijo: ‘ahora callate un poquito’. Y me lanza la propuesta de matrimonio. En ese momento llama la hija de Raúl preguntándole cómo le estaba yendo conmigo”, cuenta Lala.
Raúl se apresura a agregar que: “cuando mi hija me preguntó qué iba a hacer a Buenos Aires, yo le dije que iba a pedirle matrimonio a Mabel. Ella me respondió ‘fantástico viejo’”.
El caballero de la historia tenía el aval de sus hijos y pronto consiguió el visto bueno de los de Mabel.
Mabel no iba a permitir que él tuviera la última palabra, entonces le retrucó: ‘Ahora te vas a callar vos y me vas a escuchar: yo tengo clarísimo lo que quiero de mi vida, tengo mis hijos que quiero con el alma, tengo una actividad diferente todos los días, mis dos grupos de amigas y mi vida armada. Yo no quiero conformar una familia, yo ni siquiera puedo ofrecerte ser una compañera de vida, aunque no sea tu esposa, porque yo ya tengo armada mi estructura. Vos sabes que en 34 años yo no pensé en rehacer una familia. Mi gran amor fue mi marido. En Mendoza sobran señoras que quieren casarse, así que no Raúl, no’”.
Lala cuenta que quería bajarse del auto, y que la tragara la tierra. “Jamás me hubiese imaginado, porque para mí era como de mi familia.”
A partir de ese día, Raúl fue todos los días a Monte Grande. “No quería que fuera más a mi casa. Ya no era más mi Raúl, era un hombre. Me violentaba que viniera y para colmo, los hijos de él y los míos lo llamaban y le decían que ellos eran sus soldaditos, porque él era de gendarmería y estaban de su lado”, cuenta Lala, ahora divertida.
“Yo estaba tan sacada, tan mal con lo que me había dicho, que los llamé a mis hijos para contarles todo. Ellos sabían todo lo que yo hacía de mi vida, entonces mi hijo Osvaldo me dijo: ‘mamá, todo aquello que hagas que te haga feliz, bienvenido sea. La única que lo puede decidir sos vos’ y mi hijo Roberto opinó: ‘nadie te va a querer y cuidar como Raúl’. Desde ahí me llenaron la cabeza por un lado y por el otro. Mi gran amor por él como amigo era muy fuerte, pero también me sentía tan mal; queriéndola yo tanto a Beba... Eran muchos sentimientos encontrados. Pero la verdad que Raúl es un ser muy noble y terminó convenciéndome. Y hoy estamos increíblemente bien”, relata detalladamente Mabel, una mujer alta, elegante y desbordada de sentimientos.
Cuatro meses le llevó a Raúl el cortejo hasta escuchar el sí de Mabel. En una cena en la casa de su hija en Mendoza se comprometieron. Luego estamparon su firma en el registro civil de Monte Grande y finalmente, culminaron su celebración en la capilla de la Escuela de Gendarmería. “Fue algo muy sobrio, muy respetuoso porque no había nada que festejar, por lo reciente de lo de Beba”, aclara Lala.
Luego del sí, las valijas. El cuenta kilómetros es un símbolo de lo que es su matrimonio. “Todavía no hace dos años que estamos casados y ya hemos viajado mucho. Hicimos más de 6o mil kilómetros en el auto”, cuenta Raúl.
Recorrieron toda la Argentina, visitaron Chile, regresaron al Barrio de Oficiales a ver cómo estaban sus casas. Viajaron a Panamá y a Cuba. “Yo he volado en helicóptero, aviones, pero nunca había hecho parapente, y allí, me animé y lo hice”.
La actividad física y mental es parte de sus vidas. Juntos realizaron cursos de computación e internet, juegan al scrabble, palitos chinos, realizan puzzle de hasta mil piezas, caminan, cantan. “Cantamos siempre. Raúl es como un tenor trasnochado, me encanta”, dice Mabel, quién deja un mensaje final para que no se olviden de su historia: “Les pido que se acuerden de mí y agarren un bolsito, una mochilita, lo que sea, y se vayan a cualquier lado. No hace falta gran cantidad de dinero. Se crece mucho en la vida viajando”, aconseja.
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