Por Nadia Galán
Guerra, ideología, oficios muy específicos, carnet de baile, amor a primera vista y mucha historia de principio del siglo XX. Norma Drobner nos regala la fantástica historia de amor de sus padres, allá por la década del '20. Ella almacenó en su memoria cada uno de los detalles de este amor que estuvo vinculado con trabajos impensables como el tallado de diamantes, armado del Teatro Colón y las vías de comunicación tanto férreas como informativas en la Argentina.
Enrique nació en Alemania en 1895 y era el menor de tres hermanos. Su alma de viajero y sus ideales socialistas lo fueron alejando de su familia. Recorrió el mundo, desarrolló trabajos exóticos y encontró el amor de casualidad en la Argentina. A poco de finalizar la Gran Guerra, dos países que se habían enfrentado en el campo de batalla, pero ahora se “reconciliaban” con la unión de dos corazones: uno italiano y el otro alemán.
“Mi papá se fue de su casa a los 14 años solo a Bélgica porque era socialista y su papá, que tenía ideales conservadores, no lo quería bajo el mismo techo. Por lo que tengo entendido, mi abuelo tenía una personalidad muy severa y era dueño de una fábrica de cigarrillos que estaba ubicada en una esquina y que después de la guerra quedó destruida. Tenían tres hijos: Uno murió de joven, el segundo era militar y se fue a Estados Unidos y no regresó más porque se enamoró de una enfermera y el tercero era mi papá, a quien mi abuelo echó de la casa por su ideología. Así que perdió a los tres hijos”, cuenta Norma, reconstruyendo su árbol genealógico.
En Bélgica aprendió el oficio de tallar brillantes y siguió luchando por sus ideales, pero sin alejarse de su deseo de conocer cada rincón del planeta. “Mi papá realizó este trabajo durante seis años, pero luego tuvo que dejarlo porque no andaba bien de la vista”.
El otro personaje de esta historia de amor es Norma (nombre que heredó su hija, quien nos cuenta esta historia). “Mi abuelo materno se llamaba Nicola y mi abuela, Adela. Ambos eran italianos y habían llegado a la Argentina junto a los primeros grupos de inmigrantes. Aquí nació mi mamá, Norma, y algunos de sus hermanos, ya que en total fueron 12, entre los que sobrevivieron y los que fallecieron al poco tiempo de vida. En una oportunidad, mi abuelo se ganó la lotería y viajó, nuevamente, con toda la familia a Italia. Allá le fue muy mal, entonces consiguió un nuevo trabajo en Buenos Aires y se volvieron. Comenzó a trabajar como ebanista (especialistas en el tratado de maderas preciosas) en la construcción de los palcos del Teatro Colón (inaugurado el 25 de mayo de 1908). Durante los años de la Primera Guerra Mundial lo llevaron a hacer las palas para las trilladoras (tipo máquina de cosecha) en Tres Arroyos y luego fue capataz en la tarea del corte de durmientes para el trazado de la línea Rosario–Puerto Belgrano”.
Los países europeos se encontraba en un tire y afloje por la conquista de tierras y expansión de su poderío colonial. Hubo enfrentamientos, implantación de banderas y sumatorias de tierra. En 1882, producto de esta tensión constante y un aire de guerra sobrevolando, se fueron generando alianzas. La Triple Entente (Francia, Gran Bretaña y Rusia) fue una, y la Triple Alianza (Alemania, Austria-Hungría e Italia; esta última se pasaría luego al otro bando), la otra.
Hasta el estallido de la Gran Guerra el 1 de agosto de 1914, este período fue denominado históricamente como la 'Paz Armada', ya que Europa estaba destinando gran cantidad de sus recursos económicos a la construcción y compra de armamento, a pesar de que no se había declarado ninguna guerra que los justificaran, pero se sabía que se aproximaba una.
“Para ese momento mi padre estaba navegando en un barco militar inglés al que había sido invitado por un amigo de la Fuerza. El día que se declaró la guerra, el barco estaba en Buenos Aires, por lo que mi papá se tuvo que bajar porque si no tenían la obligación de llevárselo prisionero”, cuenta Norma, que conoce la gran mayoría de los detalles de esta historia porque su padre se la contaba reiteradamente y ella adoraba escucharlo.
Sin pensarlo, Enrique estaba en un nuevo continente, país y costumbres que no formaban parte de sus planes. “El hecho de haber llegado en un barco inglés el día de la declaración de la guerra, lo obligó a quedarse en Buenos Aires. Tuvo que aprender a hablar un idioma que no estaba entre los cuatro que sabía, que eran inglés, alemán, francés y valón (lengua casi desaparecida del sur de Bélgica). Resolvió irse a una casa en la que no hablaran alemán para aprender castellano desde el principio, como si fuera un chico”.
Enrique tenía unos 19 años y un gran amor por su tierra, por lo que quiso sumarse a las trincheras de su país. “Eran los tiempos de la primera guerra y los alemanes querían volver a su país para pelear porque aún no eran tiempos de los nazis. Él no tenía ningún tipo de formación militar porque su papá nunca lo quiso enviar a entrenar, ya que lo veía débil. Todos los familiares medían casi dos metros y mi papá, 1,60, por eso no lo consideraba fuerte y pensaban que si era tan chiquito, podría estar enfermo. Mi papá quería regresar y le habían dicho que si quería volver a Alemania debía ir a Rosario, porque desde allí salían los barcos con ese destino. Con este viaje empezó su vida cerca del campo, ya que era un hombre netamente de ciudad”.
El viajar no era fácil y los papeles que le permitirían cruzar el océano Atlántico no llegaban. “Mientras tanto mi papá fue haciendo diferentes trabajos: catador de granos, maestro de idiomas, traductor. Ya desilusionado por sus posibilidades de viajar a Europa, opta por un plan un poco loco: compró un caballo y emprendió un viaje hacia el sur, llegando en sucesivas etapas a Chubut. Para financiarse trabajó como dependiente en almacenes, pero con mayor frecuencia dando lecciones de idiomas a los hijos de estancieros. En esa época muchos señores rurales que deseaban que sus hijos se lucieran en el extranjero hablando idiomas contrataban a mi papá para ello. Supongo que ya algo cansado de esa vida decidió, tomar el tren que pasaba por Bahía Blanca. Allí ayudó a una alemana a subir y guardar las maletas por lo que la señora agradecida le propuso que bajara con ella en Bahía porque su hijo podría conseguirle un empleo adecuado a sus conocimientos”.
Resultó que el hijo de la señora era el jefe de personal de la base militar de Puerto Belgrano y estaban necesitando una persona para traducir los manuales de las primeras estaciones de radio. Así se quedó en la Armada como traductor y enseñándoles idiomas a los oficiales”.
La zona de Puerto Belgrano y Punta Alta, al sur de la provincia de Buenos Aires, era un mar de trabajo. La construcción de la Base, el ferrocarril, los sistemas nuevos de comunicación y la ciudad misma atraían a personas de distintas especialidades y nacionalidades que solían agruparse en comunidades por su país de origen.
“La guerra ya había terminado (1918) y la asociación italiana resolvió invitar a la alemana para los festejos del 25 de Mayo, que se realizarían el día 22, con un baile. Enrique era el que mejor hablaba castellano, así que lo enviaron como representante. Pero él se encontraba con dos carencias: era un pésimo bailarín y el italiano no era uno de los cuatro idiomas que manejaba”, recuerda. Una negativa podría tomarse como una ofensa a los aires de paz que se querían instalar después de la Primera Guerra Mundial, por lo que Enrique debía hacerse presente.
Se estaba acercando el encuentro menos pensado: “Mi abuela materna le desconfiaba bastante a los hombres, y más sabiendo que mi mamá y una de mis tías tenían 24 y 23 años, respectivamente, así que ya estaban en edad de concretar casamiento. Mi abuelo las quiso llevar al baile para que vendieran las rifas y mi abuela no quería. Finalmente fueron”.
El primer encuentro, fue un flechazo. “Mi papá se quedó a un costado para observar cómo las personas de la asociación italiana iban ultimando detalles de la fiesta, mientras las jovencitas se encargaban de la venta de los números. Mi padre ya había comprado varias rifas, por lo que, cuando se acercó mi madre a venderle vio que tenía varias en la mano y le dijo muy decidida: 'a usted no le vendo porque ya tiene muchas'. Nunca entenderé por qué aquella frase, un poco mandona, hizo que mi padre quedara enamorado. Con un amor que le duraría hasta su muerte, 48 años después. Como mi madre no quiso venderla la rifa, mi padre le pidió el carnet de baile que llevaba colgado con un cordoncito. Era una libretita donde los caballeros anotaban las piezas en las que querían bailar con la dama. Mi padre se puso el carnet en el bolsillo y le anunció: 'Ahora te tendrás que quedar conmigo'. Que mi madre, gran bailarina, aceptara eso, significaba que el flechazo había sido mutuo”.
Todavía quedaba otra muestra de amor a primera instancia. “En ese tiempo, a la reina del baile no se la elegía con desfiles con poca ropa, sino que se remataba un gran ramo y el hombre que lo comprara elegía a la reina, regalándole las flores”.
Hacerse acreedor del premio mayor no fue fácil y Enrique debió gastar más de lo que pensaba. Dos caballeros se disputaban el ramo. “La otra persona era el jefe de mi papá. En un momento le dijo que si no le alcanzaba la plata, él le prestaba. Finalmente, mi papá compró el ramo, por una cantidad superior a su sueldo, y se lo entregó a Norma. Mi abuela, desconfiada, no creyó que se tratara de amor a primera vista, ni que fuera la primera vez que se veían, por lo que no la dejó salir a la calle por tres días”.
Al parecer, las fechas patrias inspiraban a Enrique. “El 25 de mayo, mi padre ya cansado de rondar inútilmente por la casa de mi madre, tocó el timbre y pidió hablar con mi abuelo. Él quería que le permitiera ser el novio oficial de Norma, su hija, aunque había que tener en cuenta lo que mi padre le ofrecía a simple vista: un alemán sin familia en el país, con fama de picaflor, socialista y endeudado. Sin embargo, don Nicola, con un corazón más grande que su cerebro, aprobó la relación. A pesar de que mi abuela desconfiaba de la unión y una de mis tías aseguraba que el galán la pretendía a ella y no a Norma”. Le pidió la mano el 25 de mayo, se comprometieron el 9 de julio y se casaron el 8 de octubre. Todo del año 1921.
“El noviazgo siguió, primero, con las visitas normales, pero luego por correspondencia desde Punta Alta a Capital Federal, adonde mi papá se había trasladado para poder trabajar en su oficio de tallador de brillantes. También, además de preparar lo que sería su vivienda, atendía en los círculos socialistas a los inmigrantes que necesitaban aprender el castellano. Finalmente, el 8 de octubre de 1921 pudo viajar para casarse. Fueron a alquilar una casa en La Boca, pero como mi papá quería tener la casa propia, compró un terreno en Villa Ballester, porque había una comunidad alemana. Cuando yo nací (1928), él ya estaba dedicado a esa comunidad y luego debió abandonarla porque cuando empezó el nazismo se opuso a que colgaran la bandera nazi. Lo echaron y se deprimió mucho”.
Enrique y Norma pasaron 48 años juntos. “Mi padre se murió enamorado”. Idealista, soñador, comprometido con la enseñanza y aventurero, Enrique es uno de los héroes de su hija Norma, quien conserva imágenes que complementan y llenan de luz esta historia. “Quería contar la historia de amor de mis padres aunque quizá resulte incomprensible para el mundo actual, pero para mí, aun a los 81 años, sigue siendo algo hermoso para recordar”.
Publicado en Revista CONTÁ Y GANÁ Nº9
martes, 27 de abril de 2010
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